Por Ana Llurba
Cuando una emigra y deja su país, pasan muchas cosas. Por un lado, se gana en perspectiva, pero también se pierde conexión con la trepidante agenda local. Quizás por eso, para controlar la ansiedad que me provoca no comprender todos los sobreentendidos de las conversaciones cotidianas con mis amigas y mi familia, una de mis actividades favoritas cada vez que vuelvo de visita a Córdoba, es abrazar la condición de turista en mi propia ciudad.
Una condición que me abre las puertas de la percepción ante cosas a las que cuando vivía acá, arrastrada por la rutina y el frenético ritmo cotidiano, no les prestaba atención. También a las cosas nuevas, pero que con la distancia estratégica del visitante, que desconoce los procesos de institución de las mismas. Eso me está pasando específicamente con la arquitectura.
Desde siempre me ha sugestionado el vértigo que provocan las escalas suprahumanas y el llamado “tiempo profundo”. La escala temporal de la geología, la biología o la astrofísica. Es decir la temporalidad de los estratos terrestres, la edad de la luz de las estrellas o el cálculo de la longevidad de los árboles, que no se miden a través de escalas humanas. Por eso, la primera vez que vi el primer capítulo de Cosmos, la mítica serie conducida por Carl Sagan, quedé fascinada con ese calendario de la vida en la Tierra donde se representaba gráficamente la emergencia del Homo Sapiens Sapiens en el último minuto del último día. Así de chiquita y prescindible se presentaba la vida humana tal como la conocemos. 200.000 años: incalculable para nosotros, pero una minúscula porción de tiempo comparada con los eones sucedidos desde el Big Bang.
Hace poco vi, con mucha fascinación, The Last and First Men, la última película del compositor Jonas Johansson, donde a través del montaje y edición de fotos de monumentos y edificios brutalistas de la ex Yugoslavia, se construye una ficción de una manera bastante original a la vez que casi infantil. A través de la potencia colosal de esas imágenes, la voz de Tilda Swinton transmite la advertencia de una civilización alienígena sobre el fin de la humanidad. Un mensaje que nos llega a través de esos vestigios monumentales de un afuera, de un tiempo ancestral prehumano.
Por otro lado, mi primer trabajo fotográfico, hace casi veinte años, en el taller de experimentación fotográfica de Gabrie Orge, consistió en una serie de imágenes de televisores y partes de computadoras apiladas en la polvorienta oficina de un servicio técnico en barrio General Paz. Jugando con la luz que entraba desde la vidriera, capturé imágenes a escala de esos objetos en desuso que ahora aparecían como monumentales pistas de alunizaje en escenarios desconocidos para el ojo humano.
Supongo que hay algo de esa mirada un poco infantil e ingenua, una pulsión especulativa, que aún perdura en mí cada vez que advierto las cuatro torres de Alberdi (el complejo edilicio Alas) apareciendo en el horizonte, como si fueran la cresta de un titán, Un kaiju, un Godzilla cordobés, que amenaza con salir la superficie. O cuando transpiro trotando por la costanera del río Suquía, especulando si las altísimas columnas que sostienen la superficie ondulada del techo del Belgrano no habrán sido diseñadas como terminal de alunizaje, producto de la sofisticada ingeniería aplicada a los escenarios de una saga de space opera.

Lo mismo me pasa cuando observo a los grupos de adolescentes ensayando coreografías como si fueran insectos diminutos, jugando con inocencia, entre las patas de un coloso de hormigón, cada vez que, como turista obediente, voy a conectarme al wifi público en las cercanías del edificio de la Municipalidad. Al que, por cierto, solamente los reporteros de los canales públicos de televisión llaman pomposamente “Palacio Seis de Julio”.
La materialidad abrupta de las estructuras de rígida geometría de hormigón y cemento desnudo desde siempre me ha interpelado. Hay algo en ellos que me hace sentir no solo una turista sino una astronauta en la ciudad donde nací. Un ser flotante que observa su hábitat amniótico como si fuera de una especie foránea. Supongo que es una cualidad propia del estilo brutalista, un resto de las aspiraciones desarrollistas e idearios utópicos que intentaron replicar localmente el modernismo europeo:
«El conjunto, monumental y de protagónica presencia en el sector, se concibe a partir de la repetición de superestructuras de hormigón a la vista que por su tratamiento exterior remiten a la etapa brutalista de Le Corbusier y, al mismo tiempo, a la propuesta urbana de Plan Voisin que él mismo diseña para la ciudad de París en 1925».
Así define Mara Carmignani, arquitecta y profesora de la UNC, a la singular arquitectura de las cuatro torres de Alberdi. Sin embargo, más allá de la especificidad histórica del brutalismo francés trasplantado en la ciudad de Córdoba, algo de este estilo se manifiesta en todas sus variables. Ya sea en Brasilia, en los suburbios londinenses, en las megalópolis asiáticas o en las decadentes paisajes de las ciudades de los ex regímenes soviéticos en Europa del Este: construcciones minimalistas, que exhiben orgullosos sus huesos, las columnas vertebrales de hormigón, el ladrillo desnudo y monocromático, sin pintar. Formas geométricas angulares, intimidantes. Un juego de equilibrio: la apariencia de fragilidad de las columnas que sostienen tanto el Palacio Seis de Julio como las Torres de Alberdi es eso, pura apariencia, juego de armonía, espejismo de poder invertido.
A pesar del rescate que la retronostalgia y las sensibilidades atentas a las “arqueologías del futuro” han hecho del brutalismo, está ampliamente demostrado que cualquier campaña urbanística para demoler un edificio generalmente se dirigirá contra uno brutalista. Aunque tanto el Palacio Seis de Julio como el Belgrano ya estén protegidos por ley como monumentos públicos, una crítica frecuente desde el urbanismo contemporáneo afirma que los edificios de este tipo “carecen de alma”, son “desangelados” y “decadentes”.
Lejos de pretender devolverle el alma con un animismo pueril a esas entidades arquitéctonicas, supongo que su permanencia disruptiva en el paisaje de la ciudad habilitan un ejercicio de dialéctica negativa y materialista, en los términos que lo plantea Janne Bennett (2020). En su propuesta de una ecología política de las cosas, esta teórica propone un nuevo materialismo:
«Adorno se esfuerza por describir una fuerza que es material en su resistencia a los conceptos humanos, pero espiritual en la manera que puede representar la incierta promesa de un absoluto por venir. El materialismo vital se presenta de una manera más cabalmente no teísta: el afuera carece de toda promesa mesiánica. Sin embargo, la filosofía de la no-identidad y el materialismo vital tienen en común la vocación de cultivar una atención más minuciosa hacia el afuera».
En esta dirección, intuyo que en esos gigantes soberbios y decadentes que reinan sobre el paisaje cordobés, aún anida la posibilidad de una epifanía brutalista. Una experiencia como ésta, un ejercicio de ficción especulativa que preste más atención, en términos del materialismo propuesto por Bennett. Atención nostálgica, retrovintage, imaginativa, especulativa, pero atención al fin, hacia esos vestigios del afuera, carentes de toda promesa mesiánica, monumentos sobrevivientes de la utopía fallida de la modernidad.
¹ Bennett, Jane (2020:56): “La fuerza de las cosas” en Materia vibrante. Una ecología política de las cosas. Traducción de Maximiliano Gonnet. Editorial Caja negra. Buenos Aires.
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