Por @chechenia.s

Las entidades invisibles aman el teatro, ese lugar y ese tiempo que les ha dado amparo durante siglos. De diversas maneras. El teatro es la casa de los espectros, sea que los convoque la muerte, el amor o la locura. Ellos saben habitarla y el teatro sabe tratarlos. Los fantasmas conocen el teatro más que cualquier ser humano. Lo ven como una suceso de extensión vital, una posibilidad que les da la ficción para seguir operando sobre lo que, con frecuencia obligatoria, la humanidad trata como realidad, esa malla de sentido común que nos permite estar en el mundo real con vida, desesperación y cordura. Entonces nos lanzamos a escribir y son los espectros quienes escriben por nosotrxs. Escribimos en una hoja, en el ordenador, con actuación en el espacio. Escribimos con palabras, objetos, movimientos. Todo teatro, inclusive cuando no parte de un texto escrito, tiene una dramaturgia que lo sostiene. Todo teatro tiene relato. Y son los espectros quienes hablan a través de nuestros cuerpos presentes. Porque el teatro es, sobre todas las cosas, una convención que intenta hacer para otrxs -quienes espectan- perceptibles las ausencias, lo que no está o no podría hacerse palpable sino a través de la ficción teatral. Personajes de nuestra historia o inventados, vínculos, fantasmas. Lo que late en el aire, lo que no se dice, lo que no podemos explicar, aparece en el teatro.

Resulta preciso hacer arder madera, cera, papel. Entrar con fuego, aunque dure un instante. Hacer bailar una llama luminosa. Algo simple, primigenio. Y pedir permiso, a veces con eso alcanza. Los muertos son como las infancias, siempre están listos para jugar. Jugar en serio, jugar de verdad. Y además tienen una alta carga de inocencia, necesitan conocer las razones de la visita. Sino se asustan, se contraen, se esconden. No son ingénuos. Los seres teatrales, los que aún somos humanos, solemos -sobre todo en esta era de hiper actividad capitalista- llegar a los panteones y apresurarnos a pedir información. Voces, símbolos, testimonios, pedimos mucho y de golpe, necesitamos que el tiempo rinda y forzamos un poco la cosa para que el universo conspire a nuestro favor. No esperamos. Caemos sin saludar, nos retiramos sin avisar, intentamos arrebatar lo que buscamos con el menor esfuerzo posible. Sin escuchar, sin preguntar, sin hacer esos silencios hermosos que construyen la confianza cuando estamos en compañía. No olvidemos tratarlos con ternura, con cautela. Inclusive, cada tanto, es bonito pasar a saludar sin motivo más que ese, pasar a saludar. Cuando entramos al mundo de los espíritus debemos procurar atención particular, porque si cada vez que abrimos la puerta pedimos audiencia con varios fantasmas a la vez, los espectros se marean, desconfían, no comprenden. Tampoco llenarlos de mensajes, a los muertos hay que tratarlos como tratamos a los vivos.

Son las apariciones las que nos interpelan, para que se repare con justicia poética lo que entendemos por realidad, en un mundo colmado de crímenes impunes, olvido y perdón. La idea de aparición instala un deseo de presencia, un querer devolver a la vida, un gesto de memoria y de reparación simbólica para esas versiones de la historia que han sido y que son silenciadas, por los medios hegemónicos de comunicación, por la casta judicial y por otros sectores y estratos de poder que se dedican al ocultamiento. En tal sentido el relato en el teatro ancla una denuncia social y construye conocimiento a través de la ficción, movilizando emociones y reflexiones.

Hacer teatro, escribir sobre lo otro, lo que está afuera, lo que escucho y no tiene voz, lo que veo y no tiene cuerpo, tiene un límite. La libertad en la estética de las apariciones comporta una ética vinculada a la persona que se dispone a realizar el acto poético, en relación amorosa con la fuente que da testimonio.

Permanecemos con la atención despierta. Vemos, oímos, tocamos lo que nos rodea y luego nos transfiguramos con un fin. Hablamos de lo que nos pasa. Abordamos la historia. Aguardamos. Los indicios no tardan en revelarse cuando el relato que busca el teatro permanece ligado al relato que mueve la historia. Terca y paciente, un poco silenciosa, sin prisa y sin pausa, la historia se ocupa de tejer y retejer crónicas, vidas, objetos, dándole sentido a la memoria, como el cauce de un río desviado por la construcción de autovías de cemento, que tiende a volver a pasar por donde lo echaron, con una fuerza suave, subterránea, sorpresiva. Tiende a volver. La historia, tan cerca de la naturaleza y tan cerca de la cultura, vincula elementos que los verdugos de lo humano, los cómplices de la confusión y los ideólogos de la biopolítica de la desaparición se empecinan por ocultar, desunir, tergiversar. La historia, como el teatro, incluso más allá de la intención de quienes lo buscamos, se encarga de escribir, reconoce huellas y narra. El teatro y la historia saben lo que hacen. Les pongamos el cuerpo.

Se trata de una actividad específica del comportamiento humano. Es un territorio del saber al cual la inteligencia artificial no puede acceder. Hay un valor de supervivencia histórica en el arte que se realiza en vivo. Significa un riesgo, una apertura del sentido que al ser expuesta frente a otras personas, es reinterpretada al mismo tiempo que se evapora. En este escenario despliega una actividad riesgosa, y también clandestina. No hay registros. El teatro no se deja atrapar. Sucede y vuelve a escurrirse en un instante, es el arte de los fantasmas, es una expresión histórica. Este teatro nos regresa al curso de las napas para continuar su trabajo en la corriente desastrosa, es la historia que pulsa, la vida misteriosa, el encuentro de lo espontáneo. Lo que no puede hacer la inteligencia artificial es percibir lo que sucede, no puede hablar de lo que no tiene cargado, no puede imaginar lo que siente otro, no escucha las voces ausentes. Sólo con inteligencia artesanal levantaremos con teatro el ánimo del arte.

El teatro es como la historia. Y la historia es como el teatro. Ambos son relatos de fantasmas autopropulsados. Si buscamos un teatro que haga memoria, necesitamos escuchar a los espectros, presentarlos en comunidad y darles el regalo que la humanidad les prometió: hacer que nos acompañen. Tenemos permitido el arte de la ficción, nada más divertido, lo invisible sabe expresarse.

Amateur viene de amador, es la pasión lo que impulsa el oficio, es la curiosidad lo que nos mantiene vivos en la historia, y en el teatro también, la curiosidad por lo invisible, lo silenciado, lo que sólo podemos ver en sueños o haciendo arder madera, cera, papel. Bailamos con el equilibrio de una llama luminosa, entre el oficio y la pasión, buscando fundamentos para afirmar lo que ya sabemos. Teatristas nos dicen ahora, siempre fuimos alquimistas hambrientos que hemos tenido que pedirle muy poco al simulacro, porque el desafío mayor que hemos tenido, ha sido superar la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. El teatro es una forma irremplazable de conocer el mundo. Un rito que aborda la memoria y nos identifica. Una acción vigente.

Ahora sí, nos vamos. Una de las cosas más sustanciales en el teatro es el público. Y salir a saludar después de una acción teatral implica un esfuerzo para quienes le ponemos el cuerpo a la ficción que hace memoria. Así mismo salimos, a recibir aplausos que son, sobre todo, para el teatro, para la historia, para las benditas apariciones.