Por Fabio Martínez
Los tatuajes que un escritor o escritora debería tener – III
Desde los inicios de los tiempos el conflicto, el drama, la tragedia o como quieran llamarla son parte esencial de la historia. En los manuales de lengua y literatura se dice que un cuento siempre narra la historia de un cambio. El personaje entra de un modo y al finalizar se debe percibir un cambio, aunque sea mínimo. Un editor muy importante de la ciudad de Córdoba al cual suelo escuchar con atención siempre repite: “un escritor debe superar la anécdota, y por eso mismo deben pasar cosas. De lo contrario ¿para qué me contás la historia?”.
Por su parte, la gran Hebe Uhart, en el libro de Liliana Villanueva “Las clases de Hebe Uhart” habla de fisura. Ella dice que los cuentos deben tener una fisura por la cual entrar. Y que esas fisuras se desarrollan a partir de las contradicciones que surgen en los propios personajes. Ella dice que todo cuento empieza con un “pero”, es más, asegura que todo héroe debe tener una contradicción, “si no hay un pero, no hay cuento, no hay literatura”. Por eso mismo la querida Hebe incita a que trabajemos con personajes complejos que tengan vacilaciones. Ella toma un ejemplo de Chéjov que dice: “ella es malvada, pero enseña a sus hijos a hacer el bien”. En las contradicciones surge el misterio, según Hebe, y al rodear ese misterio, al debelarlo el cuento comienza a tomar forma.
En internet si uno busca tipos de conflictos en la narrativa salen diferentes variantes, el conflicto del personaje contra otro personaje, el personaje contra la sociedad, el personaje contra la naturaleza, el personaje contra la tecnología, el personaje contra uno mismo, y el personaje contra lo sobrenatural. En muchas ocasiones estos conflictos se difuminan y se mezclan y una misma historia puede contener distintos conflictos relacionados.
Debo admitir que a mí me gustan las historias que arrancan de entrada con un conflicto. Es como una guía o como el motor del cuento. Yo soy un tipo básico y quiero que de entrada me digan hacia dónde va el cuento o la novela, aunque luego, en el camino, me sorprendan. Hay un gran cuento de Sergio Gaiteri que se llama “Acantonamiento” que uso siempre en los talleres que coordino. Empieza de esta manera:
“El llamado a las tres de la mañana debe haber asustado a mamá. Me despertó con unas palmadas en el hombro. Traía el teléfono en una mano. Lo señaló con la otra: Quieren hablar con vos.”
El conflicto es simple, una llamada en horario inapropiado. Pero es más que suficiente para ser el motor de un cuento. En primera instancia saca al personaje de su situación inicial, dormía y ahora lo despertaron. Y en segunda instancia surgen varias preguntas: ¿Quién llama? ¿Qué es lo tan importante para llamar a esa hora? ¿Cómo reaccionará el personaje? Y varias preguntas más que el narrador se encargará de contestar a lo largo del cuento.
Puedo mencionar cientos de cuentos y novelas que empiezan de entrada con un conflicto preciso y son las historias que me encantan porque me enganchan desde la primera línea. Luciano Lamberti, en sus días gloriosos en Córdoba, siempre decía que el cuento debía morderte de entrada y no soltarte más hasta el final, que ese era el desafío del escritor. Con el tiempo entendí que esa es una manera de escribir, no la única y que también hay historias que tardan en arrancar y son más descriptivas y pacientes. Pero si me dan a elegir, prefiero siempre las primeras.
Por eso hoy quiero hablar de una novela que empieza con el conflicto de entrada. La novela se llama Casas vacías de Brenda Rivero. El libro lo compré en La librería donde suelo dar los talleres literarios y uno de sus dueños, el querido Juan del Campillo me contó que muchos clientes iban a buscar libros de Guadalupe Nettel, otra autora mexicana muy de moda en estos momentos. Y como Nettel publica en Anagrama y sus libros tienen un precio elevado, el querido Juan le ofrecía Brenda Navarro como segunda opción y así vendió muchos ejemplares de esta novela. Es más, debo admitir, que yo fui uno de los tantos que cayó en esa estrategia de venta. Fui en busca de Nettel y volví con Navarro y no me arrepentí para nada.
La trama de la novela de Brenda Rivero es potente y clara. A una madre le roban a su hijo de tres años en una plaza mientras ella se escribe con su amante. Lean como empieza:
“Daniel desapareció tres meses, dos días, ocho horas después de su cumpleaños. Tenía tres años. Era mi hijo. La última vez que lo vi estaba entre el subibaja y la resbaladilla del parque al que lo llevaba por las tardes…”.
Tremendo arranque, ¿les parece? Rivero se centra en una narradora protagonista ensimismada entre el dolor de la pérdida, los recuerdos fragmentarios y las reflexiones sobre la maternidad y la pareja. Debo admitir que en un momento me pareció una narradora medio estática que volvía al dolor y a las reflexiones, no es para menos (le robaron el hijo), pero cuando estaba en medio de esas sensaciones encontradas aparece otra voz, otra narradora protagonista y la novela vuelve arrancar con más potencia. La que narra, esta vez, es la que se robó al niño y arranca su relato desde ese instante en la plaza. “Yo era la mujer de la sombrilla roja que se subió al taxi cuando empezó a haber alboroto en el parque. Claro que lo abracé mientras lloraba…”.
Brenda Rivero logra algo muy difícil en la narrativa, que pasen cosas y que al mismo tiempo sea una historia profunda que de alguna manera nos muestra que la maternidad y porqué no la paternidad pueden llegar a ser una pesadilla.
En definitiva, si un escritor novato me pide un consejo, le diría que se tatúe en el brazo izquierdo: “sin conflicto no hay historia” y que lea Casas vacías de Brenda Navarro.
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