Por Natalia Ferreyra

Una madre abre la canilla. El agua tibia golpea contra la bañera de plástico. Al niño de dos años y medio le preocupa la proliferación de burbujas de jabón. Quiere que sean grandes y espesas. 

Desnudo frente al agua que corre, hace una pregunta. 

¿Mamá, por qué me toco el pito? 

La madre va y vuelve. Primero a su niñez en la que nadie le explicaba nada; después, a ese libro que le entregaron como si fuera un paquete con el título De dónde venimos. No le dieron clave de lectura ni espacio para leerlo en grupo. Un relato al vacío, un espacio, demasiadas preguntas. 

La niña es ahora la madre que prepara el baño para su hijo. Está ante una encrucijada: qué dice y qué no dice, cómo tener la respuesta correcta, cómo no obturar ni tampoco decir mucho. La mirada de su hijito está a la espera. Repasa: ESI, FEMINISMO, CRIANZA RESPETUOSA, VERDAD, TABÚ, SEXUALIDAD, NIÑO. 

Relaja y responde: “No sé hijito, a lo mejor porque te gusta”. El niño se ríe, se mete a la bañera y empieza a gritar como el Increíble Hulk.

El momento pasó, respondió bien, respondió mal. El tiempo dirá. 

Una lectura posible

Elegir un libro es tarea difícil si somos indecisas y si el bolsillo ajusta: los libros están caros, pero más baratos que un jean, dos lomitos o un ticket para ver una banda local. En la vidriera todo se vuelve atractivo, potable, novedoso, desconocido. Una estrategia es acotar la búsqueda a género, autor, tema, distinción o premio, editorial, traducción. Otra, seguir el boom-boom de la prensa. Llegué a Panza de Burro de Andrea Abreu por trabajo. Nadie me lo había nombrado. En Argentina en ese momento se hablaba poco del libro: había otros hits en redes. Compré el libro con ilusión CERO. 

La voz de una niña relata el tiempo de la preadolescencia en las Islas Canarias. Desde esa parte de Europa que no parece Europa sino cualquier pueblo de la periferia del planeta Tierra. La protagonista transita el quiebre de la niñez en su pasaje a la adolescencia en una relación cuasi tóxica con otra amiga de su edad a la que ama y odia en porcentajes similares (Isora). 

El relato se presenta crudo desde la primera oración. La lengua que narra nunca la vimos impresa. Menos para la literatura nacida en la “Madre Patria”, como diría nuestro ex presidente Mauricio Macri. 

Primera duda: ¿entenderé algo? No era una edición de Anagrama y la misma editora, Sabina Urraca, en el prólogo afirma el interés en respetar ese palabrerío que podría tildarse como jerga o dialecto.

La novela no cumple con las normas estrictas de quienes desean ser traducidos. Incluso, por momentos, parece esforzarse para hacer exactamente lo contrario: mostrar la incomodidad, la resistencia de escribir bajo un solo canon.

Literatura de disputa

Hace cuatro años asistí a un curso de poesía política en la Librería Volcán Azul. Javier Ramacciotti y Franca Maccioni eran los maestros. Esta experiencia de análisis poético grupal sin dudas fue lo que posibilitó que el libro de Andrea Abreu me cautivara. La disputa política que da la autora es quizás el eje central de la novela. 

Narra en el lenguaje de la infancia y, además, disputa el lenguaje ortodoxo de la Real Academia Española. Apuesta a una trama incómoda en la niñez: la exploración, el descubrimiento y el juego de la sexualidad. Los corre de la sordidez, la oscuridad y la vulneración de derechos, pero tampoco los niega. Da lugar a los grises, da lugar a la risa, da lugar a la ternura del descubrimiento. 

Barbies que chocan entre ellas para refregarse, un Ken que se acuesta con dos muñecas, niñas registrando que sus padres tienen sexo, aunque disimulen. La sexualidad sobrevuela las infancias. En Panza de Burro es motivo de risa, exploración, pregunta o desencanto. Pero la apuesta de la autora no es ingenua, sabe que de esa brecha de exploración también pueden llegar los miedos y peligros.

Lecturas de re-iniciación

En sintonía con esta novela –que legitimó a Andrea Abreu como una de las promesas más importantes de habla hispana por la revista Granta– existe otra autora, que aún no se edita en Argentina: Elisa Victoria. Distinta en la forma de narrar, también toca la sexualidad de las infancias desde un lugar desinteresado de drama (en sentido romántico). Por el contrario, la niña que es personaje (y que tiene voz ronca, de vieja) explora videos porno, los esconde, los mira, no entiende absolutamente nada mientras se preocupa por el tamaño que van tomando sus tetas. 

Da aire sentir que la infancia también fue eso, que se refleja en los retazos de tramas de Andrea Abreu y Elisa Victoria. Porque, al fin y al cabo, es lo que forjó la adultez del presente.

Sin ánimo aleccionador, Andrea Abreu logra hablar como una niña de diez años. Le da validez a una voz que si aparece en estos tiempos, está encajonada en miradas profesionalizantes de psicólogos, psicopedagogos, maestras y maestros; y también, lingüistas preocupados por el uso de la lengua. 

Panza de burro trabaja en la periferia para decirnos: la infancia y la palabra son matrices en permanente movimiento y creación.