Por Juan Pablo Pantano

Escribo esto por capricho y locura urbana. Pasaron 7 años desde el estreno de la película. Las ciudades son cada vez más ruidosas y el tiempo corre cada vez más rápido.

Un poema de amor

Tenemos muchas cerillas en nuestra casa.
Las dejamos siempre a mano. 

Ahora, nuestra marca favorita es Ohio Blue Tip, aunque antes preferíamos la marca Diamon.

Guardadas en magnificas cajitas
en pequeñas y robustas cajitas
con colores azul oscuro y claro y la marca escrita en blanco. 

Las palabras escritas en forma de megáfono, como sí dijeran bien alto a todo el mundo:

“aquí está la cerilla más bella del mundo
con sus cuatro centímetros y su suave madera de pino
coronada con una rugosa cabeza púrpura
tan sobria, furiosa y obstinadamente preparada para estallar en llamas

y encendiendo, quizás
el cigarrillo de la mujer que amas

por primera vez y ya nada nunca será igual.
Todo esto te será dado.
Es aquello que me diste.
Yo me convierto en el cigarrillo y tu en la cerilla
o yo en la cerilla y tú en el cigarrillo”.

Un conductor de colectivo escribe poesía en una ciudad que parece tranquila, a pesar de ser una ciudad. Es el día a día de la vida de Paterson (Adam Driver), en la ciudad de Paterson. Es un homenaje a la poesía de William Carlos William. Es una película de Jim Jarmush. 

Paterson es sobre lo cotidiano, pero no la simpleza de lo cotidiano, sino lo extraño que se esconde detrás de aquello que parece simple. Es el realismo mágico que encuentra profundidad en lo sencillo, en transformar la vida en algo apreciable, sin necesidad de inventar. O mejor dicho, entender que la vida inventa, constantemente, interacciones que están ahí para ser descubiertas: entre personas, con el espacio, con los sonidos, con las cosas. Y algo más: la posibilidad de frenar el tiempo. 

Todos los días Paterson se levanta a las 6.15. Escucha el sueño que cuenta Laura, su compañera. Sale a trabajar. Escribe poesía. Maneja el colectivo. Dialoga con personas, a veces al azar, a veces las de siempre, a veces solo escucha. Dialoga con las cosas. Se sienta en un banquito que da al río de la ciudad y continúa escribiendo. Vuelve a su casa, charla con su compañera. Pasea con el perro y toma una cerveza en un bar. 

Cada fotograma de la película transcurre de forma lenta y pausada. La banda sonora se mezcla con ruidos de pájaros, campanas, el discurrir del agua de una cascada y otros elementos de un paisaje tejido con colores calmos y armónicos. La poesía marca el ritmo. Cada fotograma es un pequeño movimiento. No quieto, constante. Como el de respirar o el de las ondas del agua cuando cae una piedra.

Atravieso
trillones de moléculas
que se apartan
para darme paso
mientras a ambos lados
otros tantos trillones
permanecen donde están.
La hoja del limpiaparabrisas
empieza a chirriar.
La lluvia se detiene. 

Me detengo.
En la esquina
un niño
con un impermeable amarillo
agarra la mano de su madre.

Salir del ruido. Frenar un poco. Inventar una ciudad

La ciudad nos levanta todos los días con una bofetada en la cara. Una taza de café, unos mates y a enfrentar el día. Salimos, respiramos el aire tóxico que se acumula en las veredas que caminamos, nos mareamos por el ruido continuo e incesante. El ruido se mezcla con algún zumbido y ya es difícil saber si el ruido es de la ciudad o se encuentra dentro de nuestra cabeza. El día pasa furioso, como una ola de mar que te agarra por la espalda. El tiempo corre, no entendemos bien qué pasa entre que sale el sol y se vuelve a esconder. 

El capitalismo se viste de edificios, pantallas, cemento, ruidos y un ritmo frenético que enloquece los sentidos. Afecta el cuerpo. Las formas de pensar, ser y estar. Las formas de trabajar. Las formas de desear. Las formas de relacionarse. Las formas de soñar. Las formas de enfermar. Las formas de dormir. La ciudad avanza y con ella quedamos atrapadxs en un mundo que ya no podemos reconocer.

¿Qué hacemos acá? ¿Por qué no nos vamos? ¿Adónde?

De niño aprendes que hay tres dimensiones:
La altura, el ancho y la profundidad, como una caja de zapatos.
Después te enteras que hay una cuarta dimensión: el tiempo.
Algunos dicen que puede haber cinco, seis, siete dimensiones.
Salgo del trabajo, tomo una cerveza en el bar. Contemplo el vaso y me siento feliz. 

 Paterson frena el tiempo. Habita la ciudad. Transcurre la cotidianeidad de una manera singular: escribe en una plaza, lee en un colectivo, lee y escribe en el trabajo. Paterson no devora el tiempo, lo respira. Paterson contempla la belleza oculta o inventa la belleza donde parece no estar. 

A Laura (Golshifteh Farahani) no se la ve fuera de la casa. Construye un mundo propio en donde lo que importa es lo que no importa. Juega con el espacio, con la casa, con el territorio. Busca en el blanco y en el negro lo que se halla en el medio: un perro, una cocina, una ciudad, una guitarra, una guarida. Pero aquí no se distingue entre la casa y el afuera, entre la casa y la ciudad, entre quien trabaja y quien se queda. Es la extensión de un espacio que se hace propio a partir de la complicidad. No importa mucho más que eso. La complicidad de jugar con el tiempo y el espacio. Casi un escándalo para la lógica de la productividad. 

Estoy en la casa.
Hace un día precioso: cálido, con el sol sobre la fría nieve.
Primer día de la primavera o el último del invierno.
Mis piernas corren escalera arriba y salgo por la puerta,
mi mano, sigue aquí escribiendo. 

Frenar el tiempo. Meditar. Mirar una película

Hace un tiempo fui a la peluquería. Una peluquería ubicada en el centro, cerca del panal, en un edificio antiguo, de esos que ya no quedan. ¿Qué te hago? Preguntó la peluquera. No sé, algo como una cresta pero no tan cresta. Así cómo está pero más cortito. Sácale volumen. Pero que no quede tan cresta. Titubeé un montón. Debería haber pensado mi respuesta antes. Con terror imaginaba lo que la peluquera pensaría: qué tipo ridículo, me hace perder el tiempo, qué tan difícil puede ser saber que querés, etc. etc. Sin importarle el nerviosismo que se me escapaba en forma de transpiración, comenzó a cortar. Al ratito, me miró a través del espejo y me dijo: se te está cayendo el pelo, ¿no? Del torbellino de sensaciones y pensamientos que se me aparecieron en una fracción de segundo, pesqué uno: si, es el estrés. Se quedó en silencio acariciando el pelo. Deberías meditar, dijo. Intenté explicarle que para mí es imposible, que cada vez que lo intento me pongo más nervioso y más tenso. 

– Yo medito leyendo. Es la mejor forma. 

Quentin Tarantino escribió un libro sobre meditaciones de películas, reflexionando sobre producciones que marcaron una ruptura en el cine estadounidense  – y en su propia vida- , como Harry el sucio, Bullit o Taxi Driver. Andrei Tarkovsky, en su libro Esculpir el tiempo, habla sobre la poética del cine y el ejercicio del tiempo, de frenar el tiempo y saber mirar. David Lynch escribió un libro sobre las formas de meditar, las potencias y la capacidad creadora. En Atrapa al pez dorado, Lynch dice que se puede meditar en cualquier lugar y en cualquier momento.

¿Podemos meditar como espectadorxs?

Trasladarse de un mundo a otro. Seguir una historia que puede conectarse o no con la nuestra. Dejar la cabeza, la ansiedad, la presión del tiempo, los miedos, lo que deberíamos hacer, la desorientación del deseo. Dejar lo ajeno para sumergirse en lo ajeno. Entrar a un mundo para salir de otro mundo para crear otro mundo.

Con películas como Paterson es posible inventar la casa y la calma. La serenidad del pensamiento que no es encierro sino algo parecido a la sabiduría. Meditar y hallar una verdad. Inventar el abrigo del tiempo lento y suave, como el del arroyo o el de una cuchara que se envuelve en un tarro de miel.

El ruido de la cascada se hace cada vez más intenso. Se mezcla con la música que no es fondo sino parte del paisaje. Un piano, un violín, el agua corriendo y la mirada triste y pacífica de Paterson en dirección al río. Es Paterson, sentado en un banco en la ciudad de Paterson. Es una película inspirada en el libro Paterson de Williams Carlos Williams. Es una película escrita y dirigida por Jim Jarmusch. Es una película para frenar el tiempo y comenzar de nuevo. 

 

Hay una vieja canción
que mi abuelo solía cantar
que contiene la pregunta,

¿O preferirías ser un pez? 

En la misma canción
aparece la misma pregunta
pero con una mula y un cerdo,
pero la que yo escucho
aveces
en mi cabeza
es la del pez.
Ese verso nada más. 

¿Preferirías ser un pez? 

Como si el resto de la canción
no tuviera que estar ahí. 

La poesía marca el ritmo.
La poesía es de Ron Padgett.