Por Silvina Bustos

Esta nota es la segunda parte, o mejor dicho, la continuación de un artículo previo sobre la novela El traductor de Salvador Benesdra. La complejidad y la extensión de esta novela obligan a una postura honesta ante una obra gigantesca: una nota queda corta, dos notas también, pero al menos se aproximan a la intención de cavar en las capas espesas de este relato.

Vuelvo sobre el texto y entiendo que en cada relectura se abren nuevas pistas. Decido ponerle un fin a las bifurcaciones y elegir. Hay dos dimensiones del libro que resultan interesantes para destacar y que exceden las referencias acerca de la relación del protagonista con Romina y su trabajo en la editorial Turba que se mencionaron en la nota anterior. 

El primer aspecto tiene que ver con las religiones, en plural. Ricardo Zevi, el protagonista, es de origen judío sefardí y Romina, la mujer con la que mantiene una relación discontinua, es adventista. A medida que avanzamos en la lectura, se vuelve evidente que estas elecciones narrativas no son un dato menor. Zevi dialoga con la fe de Romina porque dialoga con su propia fe y con las espiritualidades de fin de siglo. Cristianismo, islamismo, judaísmo, budismo, son objeto de debate y argumentaciones, pero sobre todo de preguntas. El traductor es también, me arriesgo a aventurar, una novela sobre la fe en algo, en lo que sea. El texto atraviesa pasajes repletos de misticismo vinculados a ideas políticas, creencias religiosas y monólogos mentales abrumadores en busca de algún sentido o algún horizonte en el que poder descansar. En el capítulo 12, Ricardo se encuentra abandonado al ostracismo de sus pensamientos y entre referencias disímiles de la vida política de ese momento y sus lecturas cruzadas y profusas, apunta:

“Catapultada por mi propio terror, una nueva ola de amor me inundaba. Una ola que ponía a su servicio mi cristianismo utópico, modernizado, sexualizado y potenciado por una mística que abrazaba todas las ilusiones omnipotentes de las religiones que alguna vez había llegado a conocer o cuyos textos me había visto obligado a traducir (…)”.

La segunda dimensión tiene que ver con la locura. Esta novela es también sobre la salud mental, pero a diferencia de muchas, no alecciona ni murmura soluciones. La progresión de un brote psicótico, el avance lento, pero seguro de una psicosis paranoide, un inminente derrumbe mental, son estados que son descritos de una manera brillante y cautivadora, asfixiante por momentos, atrapante en cada palabra, con cada desvarío. Capas sobre capas, fondo, trasfondo, desenfoque, entre la autobiografía y la ficción, Benesdra logra un relato personalísimo sobre una visita a la locura. Desde una primera persona verborrágica y atolondrada, certera en descripciones, pero profusa, obscena, exuberante, acompañamos el derrotero de esa mente paranoide y de ese cuerpo convulso, encerrado y castigado, atento a los fármacos que evita consumir por miedo a que despierten visiones de una infancia llena de monstruos familiares y alucinaciones que mezclan el abuso sexual y la saña. Zevi señala y anticipa: “Entrar en otra realidad no es algo que se haga de un solo tirón. Se lo hace en etapas, no con la prolijidad de un paso a paso, sino con la evolución volcánica del sacudón, como quien juega una carrera de embolsados donde el equilibrio solo se logra con un nuevo envión y donde el terror a la caída no es a quedarse sin un trofeo, sino a perder para siempre el control del órgano mediante el cual se salta: el cerebro”.

Una tercera dimensión, a modo de bonus track, es geográfica y se llama El Periscopio, es la casa de Ricardo Zevi, un departamento ubicado en la zona de Congreso desde donde nuestro protagonista mira y elucubra, arma y desarma estrategias y planes. El Periscopio no es solo un espacio físico, sino también interior, un punto de partida para los sucesos que recorren todo el relato. Quizá por eso no resulte nada extraño que, al final de la novela, nuestro protagonista reflexione acerca de ese departamento panóptico y faro al mismo tiempo.

Y si después de todo esto, deciden acercarse a la lectura de El traductor,  va una última advertencia. Abandónense al galope de Salvado Benesdra, es un jinete atrevido, pero sabe adonde va, a qué lugar nos lleva.