Por Silvina Bustos
Dar la vida por un libro, eso hizo Salvador Benesdra. El traductor es una novela universo, una novela mundo, una novela total. Benesdra no alcanzó a verla publicada porque saltó de un décimo piso en 1996, unos meses antes de que la Fundación Antorchas le pudiera comunicar que había ganado un premio para editarla. Antes, la había presentado tres veces al Premio Planeta y ninguna ganó. La tercera vez fue finalista, pero no fue suficiente. El traductor se editó en 1998, y desde entonces y luego de varias ediciones, circula como mito, como recomendación aislada, o como comentario suelto en un hilo de Twitter, por ejemplo, modo en el que me llegó la data.
Para leer este libro hay que estar dispuesta a sumergirse en el torrente espeso de la mente de Ricardo Zevi, el protagonista. Ricardo es de origen judío sefardí, está pisando los cuarenta años, es de izquierda y trabaja como traductor en Turba, una editorial progresista de Buenos Aires en pleno auge del modelo menemista argentino y de caída de la Unión Soviética a nivel mundial. Un día, Ricardo está sentado en un café cuando ve entrar a una joven. Ella se acerca a su mesa para ofrecerle unos folletos, se llama Romina, es salteña, joven – o al menos más joven que Ricardo- y adventista, como los folletos que le quiso entregar. A partir de ese momento, comienzan una relación y hasta acá, no parece haber nada singular en esta historia. Pero de un momento a otro algo comienza a escaparse, hay fugas, la prosa de Benesdra comienza a andar al trote, con ritmo, con virajes, clavando frenadas y de pronto, casi sin darnos cuenta, vamos al galope de una lectura desbocada que amenaza con revolcarnos por el suelo, pero nunca pasa. Este escritor jinete es un experto, un ladino que no suelta la rienda de su texto, pero tampoco la fusta. El traductor desborda, no solo por su extensión –tiene más de 600 páginas– sino por su densidad narrativa. El libro está repleto de referencias históricas, literarias, religiosas, políticas, filosóficas, hasta hay un autor ficticio, apócrifo que parece más real y convincente que Milei y Espert juntos: Brockner, un filósofo alemán de derecha ultraconservador al que Ricardo Zevi debe traducir y por el que siente tanta fascinación como repulsión.

En lo político, El traductor es sobre el fin de las utopías socialistas, sobre la máscara de los proyectos que se proclaman de izquierda, pero que se manejan como la derecha – como es el caso de Turba -, sobre la rosca en las asambleas, sobre la miopía del trotskismo, sobre los sindicatos de los 90 con gusto a champán y olor a Miami, pero también a peronismo, a ese último bastión de defensa obrera ante la llegada del neoliberalismo.
Pero toda dimensión que se mencione nos queda corta porque, por ejemplo, El traductor también es una historia de amor (y no tengo ninguna duda acerca de esto) y a la vez, un relato que aborda la violencia de género. Que una novela de esta magnitud se haya mantenido al margen del canon por tanto tiempo, merece alguna razón de peso y a medida que la relación entre Romina y Ricardo Zevi se complejiza, la razón de peso se vuelve evidente – o eso me arriesgo a conjeturar -, y acá vale un alerta spoiler, voy a contar algo que quizás no quieras saber cuando agarres el libro por primera vez. Ricardo, luego de intentar todo tipo de estrategias para que Romina alcance el orgasmo cuando tienen relaciones sexuales, la obliga a prostituirse. En una escena cruda en la que la violencia sube de tono y el narrador salta de un relato en primera persona a un relato en tercera, porque no soporta hacer carne el maltrato que le está infligiendo a su amante, Benesdra nos muestra que sus personajes no tienen límites, y que sin bordes que los definan, pueden ser capaces de todo. Literal.
Ricardo Zevi está seguro de que Romina va a sentir placer cuando logre acercarse a su fantasía que es coger con desconocidos. Ante ese camino, para Ricardo se vuelve inevitable su destino de cafisho y proxeneta, y el de ella, de puta. Cualquier cosa antes que una frígida, que una mujer que no ha logrado sentir el fuego. Ricardo acecha el orgasmo de Romina desde todos los flancos posibles, busca en su cuerpo, pero también en la castidad de sus raíces norteñas y religiosas, en sus celos paranoides, en donde Romina goza con otro o con otros, pero al menos, goza, lo logra, llega a ese lugar revelador: el orgasmo. A la vez, es Romina la que entra y sale de la vida de Ricardo Zevi, oscilando de santa a puta, de casta a zorra.
La cancelación que algún feminismo puede arrojarle al libro por violento, por descarnado, no sé si sería errado, aunque no es la discusión que me interesa, sino que creo que sería chicato no mirar de frente el otro debate al que el autor no tiene miedo de aproximarse con esta obra, el gran debate feminista: ¿trabajo sexual o abolición del proxenetismo? ¿Romina se prostituye por amor, por miedo, por ninguna de las dos? ¿Qué hubiese escrito hoy Benesdra, a la luz de este feminismo? ¿Tiene algún sentido preguntarnos todo esto?
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