Por Emilia Casiva

Conocí a Llurba una noche de invierno en la ciudad de Barcelona. Me acuerdo que llegó a nuestra cita en bici desde el barrio El Born, donde vivía. Lo único que sabía de ella es que era una chica que había estudiado Letras en Córdoba, que ahora vivía en Barcelona hacía varios años, y que era muy probable (esto afirmado por les amigues en común) que si nos juntábamos a tomar unas pintas la pasáramos –como mínimo– bien. A lo que en Argentina se le dice “juntarse con alguien”, en España le dicen “quedar”. Con Llurba quedamos, y nos juntamos, y los dos verbos vienen bien porque desde entonces somos amigas.

Llurba a veces me manda mensajes de whatsapp preguntando de la nada si en Argentina está bien decir “la loca del altillo” –por ejemplo–, si se entiende, o si habría que usar “la loca del desván” o “la loca del ático”, cosas así. Me cuenta cómo se tradujo en España esa figura, cómo se nombra en Estados Unidos. En su nuevo libro, Mapas y cicatrices, la narradora pasa por tres continentes y siete ciudades. El Paso, Barcelona, Berlín, Ciudad Juárez, Ciudad de México, Cracovia, Córdoba. Gabriela Wiener dice que migrar “no es volver a nacer, es volver a nombrar lo que ya tenía nombre”. Sospecho que cuando van pasando los años, migrar empieza a ser, también, la sorpresa de tropezar en la lengua materna, de caerse de ella, incluso, torcerse en la caída, abrirse una cicatriz. Migrar entonces sería una cuestión de lenguaje, en la que se van tanteando las palabras con las que se escribe una vida, porque estas vienen y se van. Pero se puede llevar esto un poco más allá –todo puede llevarse siempre un poco más allá– y decir que en este libro, migrar es una cuestión donde la vida y la escritura tienen una historia. Entre ellas, digo. Esto es importante, porque es muy distinto tener una historia con y tener una historia sobre. De más está decir que en Mapas y cicatrices, la escritura tiene una historia con la vida, no sobre ella. Ojo que no estoy hablando de tener una historia con la realidad, digo con la vida, que es diferente.

La cuestión es que de aquel viaje a Barcelona me traje dos cosas: la amistad de Llurba y un libro de Chris Kraus, I love Dick. Cuando mi amiga me contó años después que se iba a vivir un tiempo a El Paso (Texas), en lo primero que pensé fue en la protagonista de aquel libro, que por supuesto no es otra que la misma Chris Kraus, y pensé en ella porque en la serie de Amazon que hicieron a partir de I love Dick la “historia” sucede en Texas. No desgrano los detalles para no espoilear, pero puedo decirles cómo recuerdo a la protagonista de la serie: una mujer en el medio del desierto, transitando a conciencia un estado que iba de la locura total, completamente lanzada, a la ejecución del programa artístico y vital más escrupuloso que puedan imaginarse. Es decir (y esto lo ha repetido más o menos así la propia Kraus) una mujer atravesando una experiencia delirante, que al mismo tiempo se proponía examinar con rigurosidad esa experiencia. Y un poco así era como yo me imaginaba a Llurba en El Paso (ya dijimos que no importa la realidad, si no la vida, que está hecha de inventarnos cosas): escribiendo como poseída, y a la vez dando cada uno de sus pasos muy calculadamente. Y creo que me imaginaba eso porque ahí, en esa junta entre método y locura, lo que hay es –nada más y nada menos– que una cuestión de estilo. Pero bueno, quizás fui yo quien superpuso a Ana Llurba y a Chris Kraus en su cabeza, porque entre ambas se arma mi recuerdo de aquel viaje a Barcelona que les contaba al principio. De todos modos, como los recuerdos a veces vienen a agarrarnos desde el futuro, cuando abrí Mapas y cicatrices volví a pensar en Kraus. Tanto que me autoconvencí de haber tenido una epifanía al mezclarlas en mi memoria.

Por supuesto que como una quiere tener razón en sus delirios, pulirlos hasta que se conviertan en algo irrefutable, tengo tres motivos más –aparte del capricho– para mezclar a Llurba con Kraus. Estuve dándole muchas vueltas a esto, y si lo cuento ahora y acá, es porque no creo que tenga otra oportunidad. El primer motivo que tengo es que Kraus es crítica de arte y yo creo que el método y el estilo literario de Llurba se emparentan con las estrategias del arte contemporáneo y no sólo con sus temas o su universo, como sucede en su novela Hemoderivadas (una sátira sobre las ridiculeces del mundo del arte contemporáneo mucho más divertida que los bodrios de esos señores que se creen listos, pero sólo están irritados). Segunda razón: hay algo que dice Chris Kraus que destella cuando una lee Mapas y cicatrices, incluso podríamos decir cuando una lee cualquiera de los libros de viajes editados por la editorial Fruto de dragón. Kraus dice “Creo que la simple realidad de las mujeres hablando, siendo paradójicas, inexplicables, lanzadas, autodestructivas, pero sobre todo públicas, es lo más revolucionario…”. Esto es de hace algunos años, claro, pero supongo que en el fondo todavía hace sentido. Sobre todo por la parte de la exageración, o de la contradicción, porque eso es lo que no se perdona, la letra escarlata con la que hay que andar a cuestas. Hace unos días murió Sinéad O’Connor y lo volví a pensar. Tercera razón: y esto es algo que le leí a Silvia Schwarzböck y me lo apropié, y es que Kraus cuenta que cuando era más joven, no podía usar la primera persona para escribir, porque se la escuchaba como una voz que no era la de ella, pero que cuando llega a los cuarenta se va dando cuenta (en gerundio, porque es un darse cuenta que no se termina) de que es mucho más difícil, estéticamente hablando, apropiarse de lo propio que de lo ajeno. Y que si la primera persona es “el mapa de la escritura del yo”, entonces ese mapa es el de un movimiento, porque “el sí mismo, cualquiera sea la edad del cuerpo, no tiene un punto fijo”. En cualquier caso, ese mapa es un “collage caótico”, el mapa de un “devenir monstrua”. Todo esto lo dice Schwarzböck, y si lo fui recortando en distintas partes es para contar lo que sigue.

Un monstruo es por definición “un ser que presenta anomalías o desviaciones notables respecto a su especie”, un “ser fantástico que causa espanto” o “una cosa excesivamente grande o extraordinaria en cualquier línea”. Un ser o una cosa hecha por lo general de partes sueltas que encastran raro entre sí. Mal cosidas. Partes robadas, o de diferente proveniencia, que conviven en contacto estrecho bajo altas posibilidades de contagio. En este libro esas partes llegan desde el universo de las series, la crónica periodística, los imaginarios de mitologías diversas, las posibilidades de la termodinámica, las historias de fantasmas y de vida extraterrestre, las leyes del magnetismo, las manías victorianas, la genética y las tradiciones de las místicas. Se conjugan en primera, segunda y tercera persona, dejando lugar en ocasiones al modo imperativo, incluso, para volver una y otra vez a la primera. Por eso, si tuviera que imaginar el lugar donde se va engendrando la voz de esa monstrua (que, siguiendo a Schwarzböck, como es La Mala Feminista lo engulle todo), tiendo a pensar que ese lugar está más cerca de un desarmadero, que de un taller de autoconocimiento. Mentira, no tiendo a pensarlo, estoy convencida. Déjenme demorarme un segundo en esto último porque parece traído de los pelos, pero viene a cuento: cuando llega a Texas, la narradora de Mapas y cicatrices cuenta que se topa con un glitch en la fantasía de la búsqueda personal o de autoconocimiento que se supone traen consigo los viajes. La sospecha nace cuando se empieza a dar cuenta que el mapa que había trazado en su cabeza, no va a lograr espejarse con el territorio. Desde ese mapa, le hacen señas Lucia Berlin, Georgia O´Keefe, Katherine Anne Porter, todas ellas escritoras y artistas que vivieron experiencias iluminadoras en el desierto del suroeste norteamericano. Sin embargo, inmediatamente después de enumerar esa genealogía hardcore, Llurba dice “Pero…”. Un glitch puede entenderse como un error visual, en el que se abre un hueco en la lógica del mundo que propone el juego. Ahora bien, tengo la sensación de que la lógica que se rompe acá, la del descubrimiento personal, es pariente cercana y retorcida de aquella que nos quiere hacer creer que todos los cambios son la oportunidad de un aprendizaje, o los desafíos una posibilidad para superarse. Y cuando esa lógica se rompe, además de provocar la carcajada y el miedo, muestra que lo que hacía nido detrás suyo era el ordenamiento estético, psíquico y político de la resiliencia con sus tecnologías, ese voluntarismo que busca todo el tiempo que reciclemos “los daños en recursos”, como dice Sara Ahmed. Que todo sirva, incluso la incertidumbre o el padecimiento. Que de todo aprendamos y que de toda experiencia estemos dispuestas a llevarnos “algo”.

No obstante, el glitch que ve Llurba distorsiona un “algo” que está muy al margen de sus intenciones (pensemos en el glitch liberado del uso que de él puedan hacer jugadorxs o desarrolladorxs) y es en ese hueco que se va armando la historia que la vida tiene con la escritura. De hecho, ese capítulo cierra así: “game over, nenita, y ahora volvés a empezar, otra vez, de nuevo”, sabiendo –además– que ese empezar de nuevo no implica necesariamente “reinventarse” o “abrazar la novedad”, porque puede que volver a empezar, otra vez, sea empezar de nuevo lo mismo. Por eso es una oración que se recorta seca, impiadosa, sobre las Franklin Mountains de El Paso, dibujadas con fibras de colores por Pilar Maharbiz. Marrón oscuro, naranja, gris, marrón claro, cielo celeste, turquesa. Las ilustraciones de Pilar no comparan el reino de los mapas y el de las cicatrices, sino que activan el flujo de fuerzas entre ambas zonas (por lo demás, fibra y fuerza son un poco sinónimas, y estas imágenes expresan esa afinidad). Yo creo que de ese tráfico entre zonas es del que habla Úrsula K. Le Guin (no se preocupen, es la última voz que traigo a este desarmadero) cuando dice: “Somos volcanes. Cuando nosotras, las mujeres, ofrecemos nuestra experiencia como nuestra verdad, como la verdad humana, cambian todos los mapas. Aparecen nuevas montañas”. Creo que este no un mensaje de empoderamiento, si no que trata de la historia que la escritura tiene con la vida, cuando es narrada por una voz que se compone con las cicatrices geológicas del paisaje, los terremotos geopolíticos y los accidentes biográficos.

 

Mapas y cicatrices

Ana Llurba

2023, Edit. Fruto de Dragón