Por Fabio Martínez
De dónde surgen las historias
La primera pregunta para un aspirante a escritor o escritora podría ser esa: ¿De dónde surgen las historias? O ¿de qué escribo? Stephen King, en su libro Mientras escribo, dice que todas las historias se encuentran en el interior de cada uno, solo hay que sacarlas con cuidado. A veces, salen de manera completa y ordenada y uno tan solo las transcribe como si una voz interior te la dictara (es una sensación casi mística, se los aseguro). En otras ocasiones, la historia emerge desarmada, de a pedazos y uno debe ponerle mucho esfuerzo y trabajo para completar esas partes que faltan, ordenarla.
Murakami, en su libro De qué hablo cuando hablo de escribir, asegura que él guarda en un habitáculo de su mente las cosas que le llaman la atención: gestos de personas que observa en la calle, acciones, detalles, hay otros escritores que usan una agenda para guardar esos elementos, pero él prefiere su mente. Y cuando llega el momento en que se sienta a escribir, esos detalles surgen de manera mágica, ese habitáculo se abre y nutre de vida a los personajes, a la historia.
Paul Auster, en La invención de la soledad, plantea una idea que podría englobar las dos anteriores. Habla de la memoria como punto de partida. Dice que todas las historias surgen de los recuerdos que uno tiene atesorado. Por eso mismo, un escritor debe ser un gran observador, un observador de recuerdos particulares y significativos que se guardan en la memoria y ese es el punto de partida de cualquier historia. Acá podría surgir otra frase para un tatuaje: la literatura es lo particular y lo significativo.
La querida Hebe Uhart también sostiene que la escritura empieza en la observación. Por eso un escritor debe ejercitar la mirada. No hace falta mirar mucho, sino observar en profundidad.
Después de todas estas menciones quiero hablar de dos libros que para mí surgen de la memoria y la observación. Son dos libros de poesía, uno es de Franco Rivero y se llama Guasca (Deacá editora) y el otro es de Paulina Cruzeño (Hiedra editora) y lleva el mismo nombre de su pueblo Italó.

Creo que me gustan tantos estos dos libros porque a lo largo de los poemas cuentan una historia. Pienso que cualquiera de los dos libros podrían haber sido una novela. En Guasca, un hombre se muda a una casa que tiene una canchita de fútbol justo al frente y observa a esos “guascas” que juegan al fútbol, sin remera, y se gritan, y traspiran bajo la lluvia y luego del partido hacen una ronda y beben cerveza y se insultan. Y la voz poética describe esos torsos desnudos, los ruidos de la pelota, las frases con se comunican: acá se grita/ adeenchro puto/ tomá mierda/ úke nderevi. Y también recuerda un viejo amor, que andaba sin remera, que tenía el mismo olor a lluvia y traspiración. En definitiva, Rivero observa y recuerda, y escribe a partir de eso. Pero sus poemas también están atravesados por el deseo, por la sexualidad, por la oralidad del guaraní. Y todos esos cruces convierten a Guasca en un poemario tremendo y hermoso al mismo tiempo. Hagan una cosa por favor, consigan este libro, jueguen al fútbol, sin remera, traspiren y lean estos poemas.
En Italó también hay una historia completa. Una adolescente que está en su último año de secundaria, un pueblo lejos de todo, donde pasan muy pocas cosas interesantes y una ruta que se empieza a construir. Llegan los obreros, los ingenieros. Y esta adolescente, esta voz poética describe en sus versos lo que observa, lo que vive. Si lo trasladamos a la narrativa, se podría decir que es un poemario de iniciación. Cruzeño recuerda esa época y describe la monotonía de su pueblo, cómo se modifica con la llegada de estos obreros, cómo vive junto a sus amigas su último verano en Italó. Y entonces la magia de la literatura emerge y da en el blanco, en el corazón del lector y uno vuelve a ser un adolescente, borracho y feliz que baila en el acoplado de un camión: Si nos vieras desde arriba entenderías:/ jóvenes y dorados/ listos para huir.
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