Por Gonzalo Assusa

“¿Querés saber qué es?”, pregunta Morfeo. Neo asiente con la cabeza. Así empieza la mítica escena de la pastilla azul y la pastilla roja en Matrix. “Está alrededor nuestro, la podés ver al mirar por la ventana, la podés sentir cuando vas a trabajar, cuando vas a la iglesia, cuando pagás tus impuestos. Es el mundo que fue puesto ante tus ojos para no dejarte ver la verdad”.

-“¿Qué verdad?”, pregunta Neo.

-“Que sos un esclavo”.

Confieso que tengo serios problemas con esta película. Cada vez que la encuentro haciendo zapping termino clavándome como un mono amaestrado frente a la pantalla y soltando el control. Cuando sobrepasás el visionado número 58 empezás a encontrar ciertos detallitos. Todo el mundo recuerda esa escena socrática: hay una verdad y te la ocultaron detrás de un velo. Lo que llegás a ver es apenas un teatro de sombras del mundo real.

Pero la escena realmente picante (valga la redundancia) es otra. Una vez recuperado y quitado su velo, Neo es llevado nuevamente a la Matrix, pero en esta ocasión a una especie de versión en modo prueba (el Constructo), sin todas las prestaciones, sin siquiera un escenario: todo el fondo blanco, como si estuvieran en un sueño, o en el cielo, o en la versión inframundo de la estación de trenes que va a Hogwarts.

-“Tu apariencia ahora es lo que llamamos imagen residual de sí mismo. Es la proyección mental de tu Yo digital”, explica Morfeo tratando de convencer a Neo de que realmente están dentro de un programa de computación.

-“¿Esto no es real?”, pregunta Neo tocando el sillón chester (el mismo de la otra escena) como si estuviera en un viaje lisérgico.

-“¿Qué es lo real? ¿Cómo definís lo real? Si estás hablando de lo que podés sentir, lo que podés oler, saborear y ver, entonces lo real es solo señales eléctricas interpretadas por tu cerebro”.

De Sócrates a Hume, Morfeo tiene en esa escena un momento contradictorio (¿no lo tenemos todos?) del que, lamentablemente, sale casi al instante para reponer la versión socrática del velo, usando un recurso tan viejo como la década en la que esta película fue estrenada: un aparato de televisión con detalles en madera. Con el control remoto cambia de canal y le muestra a Neo el mundo como él lo conoce, y luego el mundo como realmente es. A esa altura, lo más interesante ya pasó.

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Hay un meme sobre un loro que aprendió a decir “la realidad es una construcción social” y le dieron un título de sociólogo. Y eso no es cierto, a menos que todos creamos que lo es.

William I. Thomas, uno de los grandes sociólogos de la Escuela de Chicago (no la escuela mala y neoliberal de Chicago, sino la buena y reformista; la sociológica, no la económica) tiene su propio teorema: el Teorema de Thomas. La formulación más común es la de 1928 -el mismo año en el que nacieron el Che Guevara, Gabriel García Márquez y mi abuelo-: “Si las personas definen una situación como real, esa situación es real en sus consecuencias”. En otras palabras, la suma del cuadrado de los catetos es simplemente una construcción social.

Hay algo de vértigo en asumir esta idea. Para quienes están predispuestos a la conspiranoia, la sensación puede ser similar al momento de destrucción total que sucedía en El origen (la película de Christopher Nolan) cuando la persona sumida en un sueño en el que el resto de los actores estaban metidos sentía que se caía (“la patada”) y despertaba bruscamente, inundando todo el mundo onírico como si se hubiese quebrado de repente un gran dique. No se trata de negar que existan realidades “allá afuera”, ni siquiera de decir que esas realidades son inaccesibles para la ciencia sociológica. Más bien el teorema sostiene que las percepciones, esas señales de todo tipo interpretadas por nuestros cerebros, son parte constitutiva de la realidad social.

En el capítulo “¿Y dónde está el inmigrante?” de Los Simpsons, Lisa discute con Homero por su obsesión ante una supuesta invasión de osos. En un rapto muy parecido al Morfeo socrático, Lisa levanta una piedra y le explica a Homero:

-“Según ese razonamiento yo podría afirmar que esta piedra ahuyenta a los tigres”.

-“¿Y cómo funciona?”, pregunta Homero, a esa altura ya interesado.

-“No funciona. No es más que una estúpida piedra. Pero no veo ningún tigre por aquí ¿Y tú?”

Acto seguido, Homero saca la billetera y ofrece comprarle esa piedra por algunos billetes. Quizás me gane la antipatía de las personas socializadas políticamente durante los noventa, que aprendieron a entronizar el periodismo de investigación en una época en la que el acto político por excelencia era la denuncia, pero yo creo que el punto de la escena no es el engaño. Es cierto que no había tigres en esa zona. Pero si formulamos las preguntas del Neo lisérgico, descubriremos fenómenos reales en esa historia. ¿Homero se siente más seguro con la piedra que sin la piedra? Sin dudas. ¿Lisa ganó efectivamente dinero con toda la situación? Definitivamente. ¿La sensación de inseguridad lleva a las personas a cometer actos impensados? Busquen en Youtube “linchamientos Argentina 2013”.

Durante la década de 1970 Stanley Cohen y Stuart Hall comenzaron a hablar casi en simultáneo a ambos lados del atlántico del fenómeno del “pánico moral”. Cuando un suceso que no es estadísticamente representativo se magnifica mediáticamente, el atractivo electoral de una sobrerreacción a esos fenómenos cotiza en bolsa. Según las estadísticas judiciales menos del 1% de los delitos graves son cometidos por menores de 16 años. Eso no evita que un gran número de agentes de la justicia, candidatos a algo y opinólogos radiales aparezcan de la nada cual vendedores de paraguas ante la primera gota de lluvia a ofrecernos la piedra de Lisa a un módico precio: bajar la edad de imputabilidad. ¿Los jóvenes son los principales protagonistas de la cuestión delictiva? No. ¿Esto impide que fuerzas de seguridad, agentes de justicia, políticos y periodistas los tengan como blanco privilegiado de sus discursos? Claro que no. ¿Así se diseñan políticas públicas? Les soprendería.

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Pero no se trata de un juego de verdades y mentiras. No es un cartesiano “creo, luego existo”. Caso contrario, la solución sería mucho más sencilla.

Y es que creer no es cuestión de voluntad (tipo: ponele voluntad, creé otra cosa), de querer creer. No funciona así. ¿Si todos creen en algo, mágicamente la energía cósmica y Mercurio retrógrado hacen que el universo conspire a tu favor? ¡El universo no sabe quién sos! Ni siquiera está enterado de que existís. El mecanismo es un poco más intrincado. Creo, luego percibo, luego defino, luego actúo… y ahí sí: existo. Allí está la realidad.

Definimos -en plural- como real, de acuerdo a lo que aprendimos a creer. El Constructo de la creencia opera como una fuerza: empuja y empuja. Hace actuar de tal manera que las acciones refuerzan las creencias. Imaginemos una comunidad en la que creemos que los pelirrojos son personas deshonestas y peligrosas, que tienen costumbres extrañas, que comen mascotas y huelen raro ¿Quién sería amigo de un pelirrojo? ¿Quién le ofrecería un empleo más allá de las tareas que los no-pelirrojos no están dispuestos a realizar? Si los pelirrojos, despojados de redes y contactos humanos, expulsados de las mínimas oportunidades laborales, utilizan medios socialmente definidos como deshonestos para sobrevivir ¿La comunidad tenía razón sobre los pelirrojos? ¿Era verdad lo que pensaban sobre ellos? Eso no importa. Lo que realmente importa es que aquello que las personas definieron como real terminó siendo real en sus consecuencias.

Si hay una profecía sociológica es esta: el efecto Pigmalión. El problema es que justo en esta profecía no hay pitonisa y ni elegido.

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Volvamos por un segundo a Thomas: “Es también muy importante que comprendamos que en realidad no conducimos nuestras vidas, tomamos nuestras decisiones y alcanzamos nuestras metas en la vida diaria en forma estadística o científica. Vivimos por inferencia. Yo soy, digamos, huésped suyo. Usted no sabe, no puede, determinar científicamente que no he de robarle su dinero o sus cucharas. Pero por inferencia yo no lo he de hacer, y por inferencia usted me tendrá como huésped”.

¿Son todos una manga de prejuiciosos? Sí, pero no en el sentido que estás pensando. Llegás temprano a clase. Te sentás bastante adelante. A las cinco en punto aparece un adulto con una chaqueta de piel y parches de lana en sus codos. Deja sus cosas en el escritorio al lado del pizarrón. Se presenta y empieza a hablar. ¿Te parás y le pedís que te muestre un documento con su nombre? ¿Le pedís que te enseñe su título universitario? ¿Que te diga el número de expediente con su nombramiento? No. Te quedás sentado. Abrís el cuaderno. Empezás a tomar nota. Vivimos por inferencia y gracias a esos prejuicios la vida social fluye. Y gracias a los otros prejuicios -contra los colorados-, la vida social deja de fluir.

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¿Qué es la realidad? Verán, la realidad es igual que una naranja. Y el cerebro está socialmente entrenado para interpretar señales (incluso el de Neo): el profesor es una persona con chaqueta de piel y parches de lana en sus codos. No sé. Pensalo.