Por Eloísa Oliva
Hace muchos años, en un seminario de periodismo narrativo, el docente a cargo mencionó una especialidad del oficio que hasta entonces no había escuchado: las o los “verificadores de datos”. No me animé a preguntar qué hacían; en cambio, imaginé un puñado de seres flotantes, enchufados a terminales cableadas, que se alimentaban de una computadora mastodóntica perdida en el espacio. Después, como siempre, busqué información.
Resultó que las y los verificadores sí están de alguna manera conectados a una gran computadora, la de la mente social, y se alimentan de ella. Pero no creo que floten, o al menos no en condiciones gravitacionales normales. Lo que hacen: agarran un pedacito de información que alguien puso a circular, lo digieren, lo analizan con todas las fuentes disponibles y dictaminan, de acuerdo a la relación específica entre real y ficcional: “es falso” o “es verdadero”. Peso pesado si los hay, el de determinar lo “real” o “verdadero” en algo.
Según el gran almacén de datos llamado Wikipedia, y sin someter esto al exhaustivo proceso del que hablamos, “en la prensa escrita, desde el siglo XX es común que haya periodistas dedicados exclusivamente a la verificación de datos. En 2010, el semanario alemán Der Spiegel era, según un artículo en Columbia Journalism Review, el medio masivo que más personas empleaba para esta labor (unos 80 periodistas)”.
Alguna vez me tocó ejercer esa función. En un escrito de un colega, por ejemplo, recuerdo chequear datos geográficos: comprobar la superficie de un continente o el nombre de un archipiélago. En otros, chequear porcentajes y variables socioeconómicas según fuentes “fiables”, atribuciones de citas, nombres de drogas médicas y las enfermedades para las que se suponía eran usadas, cosas así. Hasta acá, todo transcurre en el maquínico encanto de los oficios poco mencionados, pero sustanciales en esas fábricas de lo real llamadas “redacciones”.
Después, desembarcamos en otra época. Las cosas cobran un matiz más sórdido, podría decirse. Hay guerras televisadas. Hay campañas electorales por Facebook y Whatsapp. Muchos ponen a circular historias de fantasía como si fueran datos reales. Otros usan parcial y caprichosamente los datos para contar historias de fantasía sobre el futuro. (Busquen “kit gay” en internet, para tener un ejemplo).
Alguien dice que ahora existe algo que se llama “posverdad”: el concepto justifica el decir; importa el resultado performático más que la ligazón de lo que se dice “real” a lo real. ¿Creen descubrir algo nuevo? Aparece en el horizonte un nuevo engendro: la noticia falsa (“si es falsa, simplemente no es noticia”, dicen las especialistas). El terreno es propicio para que las y los verificadores de datos cumplan ahora una tarea histórica. Como todo lo que emerge al estrellato, se les cambia el nombre a un idioma extranjero de moda: ahora se llaman fact-checkers.
En los últimos años, aparecieron muchísimos medios especializados en “fact-cheking”. En épocas tan propensas a las fabulaciones, la manipulación y los negacionismos, estas y estos periodistas especializades deben estar exhaustos. Peleando una batalla contra la internacional de la-ficción-en-donde-debe-estar-lo-real. Ejércitos de mentirosos y fabuladores compulsivos, camuflados en los estrados públicos, las redacciones y otras vidrieras de lo social, alguna vez respetables.
Con la lengua afuera, las y los verificadores piden refuerzos en su desigual tarea, ansiando que les llegue el relevo, mejore la época o aparezcan los verificadores de los verificadores, para apoyar sus cansadas espaldas, abrumadas por el peso de desentrañar lo falaz, lo engañoso, lo verdadero.
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