Por Eloísa Oliva

Entre las posibles mezclas entre realidad y ficción, una que me provoca especial simpatía es la de los campos laborales que moldea. 

Por ejemplo, pienso en el cine, la bella máquina creadora de ficción. En las narraciones laboriosamente construidas a las que asistimos desde siempre, en una sala oscura o en la escala doméstica de la TV o el monitor. Pienso en los sets, las locaciones, la utilería, la luz, los desplazamientos y la energía necesaria para que esas narraciones se transformen en imágenes, antes impresas en una película o cinta, ahora almacenadas en un chip. 

Todo un despliegue pensado para crear un universo sin fisuras, sostenido en la creencia inexpugnable del verosímil, su ley suprema. Uno de los grandes mandamientos que sostiene esta estructura y su ley suprema: que no se noten las costuras, las de la máquina, la bella máquina de la ficción. 

No sé cuán familiarizades están ustedes con el cómo se hace una película, al menos una película tradicional. Resumo lo que sé, a grandes rasgos: aparece una historia, se la desarrolla en un guión, se anota todo lo que hace falta para recrearla y poder contarla (desde una casa de campo ambientada en el siglo XIX hasta un par de aros de cristal), y se organiza todo de una manera ejemplarmente pragmática: esto se filma el día 1; esto se filma el día 2; esto, el día 25. 

Después, todo lo filmado entra en el proceso llamado “montaje”, y todo se ordena, se recompone, según el guión original, o mejorado, o mutilado. Porque algún actor abandonó el rodaje antes de tiempo, no hubo plata para algún recurso, o llovió demasiados días seguidos y no se pudo grabar esa escena en exteriores.   

Pero volvamos a las costuras, las costuras de la bella máquina de la ficción. Ese zurcido invisible que vuelve a unir las partes. Hay un oficio que es indispensable para que esto suceda, un oficio ignoto y que no goza de prestigio alguno: el de la o el continuista.  

No conozco a nadie que haya oído hablar de esa noble tarea fuera del nicho de la industria audiovisual o los pasillos de las escuelas de cine. Y, sin embargo, sobre sus espaldas descansa una clave para que les miles de feligreses de la incuestionable religión mayoritaria de la ficción narrativa no sean defraudades. 

El de les continuistas es uno más de esos casos ingratos de oficios en los que el trabajo solo se nota cuando existe una falla, un olvido, un tropiezo. Quién no ha encontrado en internet artículos que recopilan los errores de cualquier blockbuster: esa secuencia en la que, por ejemplo, un personaje lleva un abrigo que luego desaparece sin explicación aparente. 

A pesar de esos pequeños desvíos, quizás hechos adrede para que notemos su existencia, les continuistes siguen, firmes y sigiloses, con su planilla de anotaciones y controles. En cada toma, cada vez que la rueda de la historia está por empezar a girar, ahí están, ejercitando el sacrosanto oficio de la continuidad.

Les guardianes de las costuras de la ficción. A quienes les debemos gran parte de ese dulce engaño, como un tobogán suave, de las historias bien contadas.