Por Eloísa Oliva
Era primavera. Probablemente del 2020. Hacía rato que nada cruzaba el cielo, los vuelos domésticos apenas si estaban volviendo a operar. Era una de esas noches en las que se está feliz en el patio, estirando los pies sobre el pasto que vuelve a nacer.
La persona con la que vivía por entonces estaba en ese blando trance cuando algo lo interrumpió. “¡Vení a ver esto!”, escuché. Y bajé apurada, expectante, las escaleras.
“Esto” era una fila de puntos luminosos cruzando la noche, una flota de estrellas moviéndose de oeste a este, perfectamente sincronizadas, equidistantes.
Con la cara vuelta al cielo, el momento se volvió cámara lenta. Seguimos la hilera brillante hasta que se perdió por encima del techo, y corrimos al jardín para verla aparecer rumbo al este. Pero no apareció. Parecía haberse ido a otra dimensión.
¿Qué habíamos visto? ¿Naves de la NASA? ¿Una invasión? ¿Turismo extraterrestre?
….
Como todo misterio en nuestra época, en minutos fue pulverizado.

La hilera brillante era una tanda de satélites del proyecto Starlink, de la compañía Space X, propiedad de Elon Musk. Había salido de Cabo Cañaveral, ese nombre que es más territorio narrativo que un punto real en el mapa.
Tal como se lee en Wikipedia, Starlink busca crear una constelación de satélites que circulen en una órbita terrestre baja, para ofrecer internet supuestamente a bajo costo. Hay más de 2400 lanzados al cielo.
Alguien me contó que la luminosidad de estas raras y disciplinadas estrellas artificiales arruina el trabajo de quienes se dedican a la astronomía. Pero, como decía Michael Ende, eso ya es otra historia.
Lo que me interesaba contar es el momento en que, suspendidos de la rutina del mundo, vimos pasar una procesión de estrella extrañas, que se perdió encima del techo de nuestra casa, una noche de primavera del año más raro de nuestras vidas.
….
Otra noche, también templada, tal vez dos años más tarde, salimos en auto por costanera norte. Las luces estaban casi totalmente apagadas. El río avanzaba ahí, cerca, en su cauce flaco. En uno de los pocos cruces, quizás el de Zípoli, frenamos. Di vuelta la cabeza, miré el paisaje inundado del rojo del semáforo, volví la vista al frente.
Tardé unos segundos en entender que lo que había visto no era tan simple de asimilar. Y cuando pasaron esos segundos, dije en voz alta: “Batman, acabo de ver a Batman”. Volví a mirar y ahí estaba: el traje negro, la moto extravagante, los faroles potentes alumbrando el camino o el futuro, vaya a saber. Y arrancó. Y arrancamos.
Esta vez sí sabíamos lo que habíamos visto. Lo que no sabíamos era cómo encajaba eso en el plano en el que sucedía. Como la vez que terminé de ver la novela y uno de los personajes había ido preso; salí a caminar y en el bar de la esquina estaba cenando el actor que encarnaba al personaje. Automáticamente pensé “y éste, ¿qué hace acá’, ¿ya lo liberaron?”.
Las investigaciones y preguntas sobre por qué Batman manejaba por costanera norte, en la ciudad de Córdoba, Argentina, se las dejo a ustedes.
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