Por Guillermo Vázquez
Nos precede una extensísima historia de los diccionarios. Desde los orígenes de la escritura que los hay. Uno de los más importantes fue años antes de la Revolución Francesa, con D’Alembert y Diderot coordinándolo: una enciclopedia que abarcara las palabras más propicias para abrir la modernidad, cierto que circunscritas prolijamente en el mundo científico y filosófico de la época. Lo interesante es que muy pocos de sus autores llegaron a ver lo que pasó en 1789. En su milenaria historia, a los diccionarios no solo los redactaron especialistas, o intelectuales de fuste, sino políticos de la tradición más pragmática hicieron sus aportes: Rosas escribió uno (Diccionario de la lengua pampa), Perón −claro− otro (Toponimia patagónica de etimología araucana). Otro momento-diccionario interesante es el que leyó Malcolm X en la cárcel, escrito por un inglesito aristócrata, que le hizo ver lo que implicaba decir o escribir blanco y decir o escribir negro por entonces.
Uno de los más talentosos cultores de la palabra de todos los tiempos, J-L Borges, mantuvo siempre una devoción por la Enciclopedia Británica, pero creando también la enciclopedia del emperador chino −que tanta risa le dio a Foucault y abrió las puertas al desentendimiento entre palabras y cosas. En esa ambivalencia, en esa pasión pendulante entre el juego y el rigor, se hacen los diccionarios más queridos.
Para abrir este proyecto, repasamos algunos más recientes. Uno de Torcuato Di Tella, a fines de los noventa: el Diccionario del político exquisito, muy metido en citas y pensando en hacerse best-séller, emulando posiblemente uno que Bioy Casares hizo por los 70 (el del argentino exquisito). Hay otro del cual queremos correr en dirección opuesta, acaso porque su deseo fue tratar con conceptos ya muertos, partes de un museo francés, británico o romano de la historia política. Es el que hizo la academia europea de la socialdemocracia −palabra que resuena tan floja en nuestros días y nuestro continente−, el Diccionario de política de Bobbio y Matteucci y Pasquino. Habrá que huir de ese modelo para no ser embalsamados de tedio, falta de riesgo, disfrazando todo eso de algún sentido neutro o científico, para darle utilidad a algún programa de alguna materia que será olvidada apenas se terminó su cursado.
Tenemos sí, dos modelos recientes y sublimes. Uno importante se abrió en Córdoba hace poco tiempo: el Diccionario sin coronita, coordinado por Cecilia Pacella (en dos volúmenes hasta el momento), surgido de la Escuela de Letras de la UNC, con un modelo de redacción colectivo y autogestivo, parecido al de los orígenes de Wikipedia. Se dio en las vísperas del evento realizado en paralelo al Congreso de la Lengua, el Encuentro Internacional “Derechos lingüísticos como derechos humanos” contra el afán de la RAE de tener el monopolio nada menos que del deber ser de una lengua. Fue en 2018, en una Córdoba cuya plana oficial se pavoneaba de tener al rey de España y al presidente Macri (“imaginemos si acá nosotros hablásemos argentino, y los peruanos peruano, y los bolivianos boliviano”) en un émulo del encuentro del G20 (“un mundo al que le inspiramos confianza porque ven que estamos en el camino correcto”). El otro modelo, es el de Horacio González −escrito en colaboración con Gustavo J. Nahmías− llamado “Breve diccionario de palabras y expresiones del quehacer político en Argentina”. Eran un conjunto de 30 términos (los primeros: abrochar, acostar, ambulancia, atajando penales, a ver, banelco, bajo perfil, búnker, caminar), publicadas en un libro de título Beligerancia de los idiomas. Treinta eran las suficientes para saber que había un camino posible: la introducción promueve al lector a pensar otras, guiados por “la risa del mundo, la estética escondida del fracaso y la ansiedad irónica que rodea la idea de la gloria”.

La melancolía porteña tuvo diccionarios lunfardos escritos y estudiados con precisión académica envidiable por la RAE misma. La expresión artística más eminente de esa lengua y ese temple melancólico es, claro, el tango. A distancia de esa pasión por la añoranza del pasado, el temple cordobés va en una dirección bien distinta. Hay más bien una mitología sin una precisión sobre ese tiempo pasado. Sin dudas el humor, el sainete, lo farsesco, tienen una presencia privilegiada, y los términos que aquí se encontrarán, tanto como −esperamos− sus desarrollos, también van en esa línea: hay en esa chispa, en esa predisposición al chiste, una gran capacidad cordobesa para la generación de significantes nuevos. El dato de la existencia tan extendida del chiste, revela también una estrecha relación con su inconsciente, sobre el que habrá que indagar en cada palabra.
Como una enciclopedia clásica, serán autores/as de distintas cepas culturales los que nos llevarán en el recorrido vertiginoso de esa deriva. Buscaremos cierto rigor, una indagación histórica y conceptual, pero también un libre juego, situaciones supuestas (acaso solo imaginadas), subversión de órdenes −cronológicos, semiológicos−, desembocando a veces en malos entendidos.
Este Diccionario es cítrico no solo en consonancia al nombre de la revista donde va a desarrollarse, como si fueran fascículos por entregas periódicas. Lo cítrico sabe a veces agrio, otras dulce, algunas amargo; casi siempre en combinación. Depende de su estacionalidad, cierto clima, un trabajo acorde y una cosecha a tiempo. Tiene propiedades digestivas, y −sobre todo− sube las defensas (altísima virtud en climas cambiantes como el nuestro).
Más que definir con precisión, será rodear estos términos, de orígenes diversos: populares, institucionales, mediáticos, económicos, arquitectónicos. Siempre con algún matiz de relevancia para la política en el sentido más amplio que podamos concebir. No es tan importante el origen de los términos −quien va al origen a veces se encuentra con un abismo− como su potencia y despliegue posterior, incluso para invertirlo, para decir lo opuesto.
¿Para qué hacerlo? En primer lugar, para poder pensar la política cordobesa también para tener una mejor relación con las acciones que la misma demanda, con sus transformaciones pendientes, contra un consenso forzado a base de discurso hegemónico. Y para pensarla un poco más sin necesidad de síntesis −al menos por el momento−: sin querer resolver el enigma-Córdoba dando por supuesta su existencia. Enunciar la proclamada “excepcionalidad” cordobesa es caer en la trampa de quienes la construyeron, de quienes buscan precursores en un modelo político, económico e institucional que se hizo autoconsciente para distanciarse de la crispación. Tampoco el camino absolutamente inverso, tan vanguardista como el excepcionalista: proclamar la existencia de un gen rebelde propiamente cordobés. Por eso no llamamos a combatir las mitologías que esconden estos términos, aunque obviamente muchas definiciones den un combate obligado. En todo caso ver cómo pueden habitarse: como se pueda, como se guste, como sea necesario.
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