Por Pablo Natale

Un ferviente evangelista cerca de la jubilación, una representante de la Argentina gaucha, una joven ligera a la que le dan ganas de chaparse cuanto encanto se le pasa por delante y los dos hijos urbanistas del pastor están en las puertas de una fábrica y tienen que elegir quiénes pueden ser parte de ella y quiénes se vuelven a sus casitas. Como tanta diversidad generacional y de costumbres puede llevar al caos, son ayudados por un muchacho alto y torpe cuyas directivas oscilan entre la claridad y la confusión. Se presentan a las puertas de la fábrica invitados de todas partes de este humilde país y, además de tratar de convencer a los jurados, cuentan sus historias de vida mientras entonan sus canciones predilectas. 

Todo esto no es una novela contemporánea (aunque podría serlo), ni una serie (aunque podría serlo), ni un fragmento de la Biblia (ídem), ni una alegoría sobre la meritocracia o los cumplidores de sueños, sino, sencillamente, uno de los programas de televisión más vistos durante el 2021 y el 2022. Con un formato internacional reconocible y de resultados garantizados, “La Voz Argentina” pasea por la TV argentina desde principios del siglo XXI, pero fue probablemente en 2021 cuando se cimentó el momento más alto del show.

Hay al menos tres razones que explican la llegada a esa cima. La primera es por todos conocida: en 2021 estábamos todavía en pandemia, había que pasar la angustia y ya no daba para poner videos de gente cantando en el balcón. La segunda tiene que ver con el legado de rating y sobre todo de formato de reality de competencia y aprendizaje que tanto en 2021 como en 2022 le dejó el show que tenía el mismo horario y el mismo canal: “MasterChef Celebrity”. 

La tercera razón del éxito no es menor: desde el 2021, el jurado de “La Voz Argentina” es una mezcla ideal que combina de manera efectiva tradición, folklore, creencias religiosas no artísticas, creencias religiosas artísticas, música empalagosa, tendencias urbanas modernas, culto a la familia, culto al desmadre y, sobre todo, tres generaciones y cuatro maneras de ser. Es ahí donde es fundamental la espontaneidad inmediata y ocurrente de Lali Espósito, quien le hace un bien no solo al programa sino a la tradición de íconos femeninos de la televisión nacional. Es ahí, también, donde los hermanos Mau y Ricky Montaner aportan su grano de arena, parándose menos como un jurado que como un par de productores que hacen magia con lo que se les pasa por enfrente (de hecho, casi todos los participantes medianamente interesantes terminan siendo parte, al menos una vez, de su equipo). Para acompañar a ese combo sonoro-judicial es imprescindible la presencia en la conducción del inigualable Marley, heredero de la estupidez jactanciosa y premeditada de Susana Giménez, con el timing robótico justo para aparecer, llenar los vacíos y desaparecer propio de Santiago del Moro.

Momentos icónicos del show: cuando Lali se trepó a upa de un participante que la había elegido como “coach”; cuando Ricky le dijo a una señora que había cantado un tema romántico que él se sentía “como si fuera un bebé y lo estuviera arropando como una criatura” (lo que ameritó un divertido gesto psiquiátrico de Lali); cuando durante toda la condenada temporada 2021 Ricardo Montaner se la pasó invocando a Jesucristo y la mar en coche; cuando se presentó un participante ruludo y heavy metal apoyado por su hija, y luego se presentó la hija apoyada por su padre y ambos fueron elegidos por un jurado que no sabía que ellos eran familiares. 

Es que el show no es solo de los que eligen a quienes siguen participando, sino de los que participan. En la temporada 2022 brillaron Papetti, Beba, el Chino, la misteriosa señorita Bastard y el combo letal de Ángela y Tomás. Imposible olvidar a la grandiosa Luz Gaggi, de la edición 2021, que hizo una excelsa versión de un tema de Michael Jackson y luego una versión escandalosamente buena de un tema de Ozuna que le permitieron llegar a la final para perder contra un muchacho que no tenía la menor intención de ganar el programa y que en una ocasión hasta había manifestado “que su jefa preguntaba cuándo iba a volver al trabajo”. 

Lamentablemente, ahí está una de las falencias más intensas del programa. Sus malos y apresurados finales. Esto responde a una falencia mayor: que llegado un momento “vota la gente”, y entonces termina ganando la persona “que más se lo merece”, entendiendo el mérito ligado menos a una cualidad musical que a un asunto de filantropía. Y, como bien lo han mostrado las elecciones globales, la gente está bastante lejos, generalmente, de “votar bien” y parece llevar su culpa democrática y su anhelo por las “buenas personas” a sus elecciones televisivas. ¿Resultado? Siempre gana un hombre, casi siempre gana alguien del equipo de Montaner o de Soledad (es decir, de quienes representan a “la tradición” y a las generaciones +40), y casi siempre los distintos deben adaptarse a un gusto popular añejo y tradicionalista que termina conquistando la lista de canciones de los episodios finales. 

Pero eso no es todo: acompañando de ese espíritu de época poco propenso a hilar fino, los jurados de “La Voz Argentina” terminan cayendo en un impostado falso malestar ya que les parece difícil la elección “porque a esta altura todos son buenos”. Y no solamente eso: a partir de que quedan 120 participantes, a casi todos les auguran un buen futuro en la industria de la música, como si hubiese lugar (rentado) para tantos en un país tan pequeño y como si el espectáculo de la música no estuviera relacionado, por muchas razones, con la cultura juvenil y la disposición de horas de ocio. Viene al caso, entonces, un cuento del norteamericano Sherman Alexie, un cuento cortísimo en donde una india Spokane se presenta a un show de canto al estilo de “La Voz Argentina” (en su versión yanqui). La niña aparece toda vestidita con sus ropas “tradicionales” y canta de manera torpe. Entonces el conductor le dice que ha cantado horrible. “Pero mis amigos, mis maestros, me dicen que soy buena”, dice la niña. “Te mintieron”, dice el conductor. El relato termina diciendo lo que la televisión nunca dice: “En este mundo debemos amar a los que mienten. O vivir solos”. 

Amarga nota para cerrar este texto en una nota menor. 

Mejor cambiar de tono, y no olvidar la cualidad distintiva que da origen al programa (y a esta nota). Lo que hace “La voz Argentina” es, antes que nada, llevar canciones exitosas de distintos géneros y épocas, reinterpretadas con pasión, a la mesa y las pantallas de esta comunidad, haciendo que aquello que estaba en la memoria resuene de otra manera, que conozcamos canciones que jamás hubiéramos escuchado o que nos conmovamos con la letra de una canción de alguien que creíamos detestable pero que, de pronto, nos deja impávidos y sonoros. Una playlist carnavalesca y un canto de sirenas publicitarias antes de que, por enésima vez, los precios aumenten, el panorama social camine por la cuerda floja y sigamos bailando al ritmo de la desazón de la época.