Vivian comienza su vida en un edificio de bloques neoyorquino, repleto de numerosas familias judías, irlandesas e italianas que lograban convivir en departamentos de habitaciones pequeñas y espacios compartidos. Sin embargo, ella no recuerda a los hombres de ese edificio: son las mujeres las que figuran en su memoria. Son madres e hijas ocupando los pasillos, las cocinas, discutiendo entre ellas o reuniéndose en el living del comedor de algún departamento del edificio para acompañarse. No es que Gornick hiciera de aquella presencia femenina un todo homogéneo, sino que en ese encuentro, las diferencias eran tantas que le permitieron escribir un libro recopilando memorias de aquellas maternidades entrelazadas por la presencia más fuerte, la de su madre.
Esta novela es una narrativa personal, la vida de una escritora pionera en el feminismo estadounidense y neoyorquina casi de sangre. En el libro, la historia va realizando un ida y vuelta entre aquella infancia relatada desde la mirada de una niña expectante, observadora y capaz de comprender a su modo aquel mundo de adultxs que pasaba ante sus ojos. Al mismo tiempo, narra las caminatas de madre e hija por las calles de Manhattan, con una Gornick ya adulta y su madre transitando la vejez. En esos paseos, los diálogos se envuelven de memorias del pasado y charlas sobre lo vivido. Casi siempre terminan en discusión, Gornick lo reconoce, pero las caminatas siempre vuelven a repetirse como una especie de tregua entre las dos.
¿Qué es lo que hace de “feroz” una relación entre madre e hija? Vivian contesta a esta pregunta durante toda su novela. Su madre, mujer socialista y de clase obrera, era la voz de aquella pequeña comunidad en el edificio del barrio Bronx, acompañando a cualquier mujer que requería de su ayuda. De la misma manera en la que emanaba aquel poder y sentido de superioridad, su madre no dejaba de nombrarse como una mujer felizmente casada que todo le debía al amor, aunque puertas adentro el anhelo por una vida más allá del cuidado del hogar se hacía latente.
“Mi madre era una cocinera competente, una limpiadora de una rapidez frenética y una lavandera endiablada a la que todo le aburría sobremanera”.
Existe en esta historia un quiebre, el comienzo de una tensión en aumento de aquella relación, y es la muerte del padre de Gornik. Desde aquel momento, la mirada de la autora sobre su madre como mujer viuda se vuelve cada vez más fina, más crítica, más comprensiva y más intolerante. “Guardar luto por papá se convirtió en su ocupación, en su identidad, en su imagen ante el mundo”. En la rutina, Vivian solo observaba a una mujer regocijándose en el lamento durante más de cinco años y una demanda de comprensión por su pérdida que termina por volverse inagotable. Fue allí donde Gornick comprendió que a pesar de que existía su propio duelo como hija, sus fallidas historias de amor y el cansancio por transitar una rutina en una ciudad como Nueva York; aquellas emociones siempre terminarían en un segundo plano. Pero es con esa intensidad y furia que se construye el apego, y Gornick lo sabe bien.
Durante la pandemia, la escritora Tamara Tenenbaum tuvo la oportunidad de entrevistar a Gornick en el marco del Festival Filba. En un momento, hablando sobre lo que supone ser escritora y feminista, cuenta que para aquel entonces (el libro fue originalmente publicado en 1987) se le pedía, como ferviente militante por los derechos de las mujeres, que escribiese sobre las relaciones de madres e hijas, a lo que ella responde que, en realidad, lo que realmente quería era hablar sólo sobre su madre y de ella como hija. Apegos Feroces puede leerse como un memorial cargado de ironía, lucidez y tintes poéticos, donde el reclamo feminista se asoma por todos los rincones de lo narrado.

Publicado originalmente en 1987, Apegos feroces, de Vivian Gornick, es un libro de 195 páginas, reeditado por Sexto Piso.
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