Por Pablo Natale

  1. Hace mucho que no escribo una carta. Eso sí: hace un rato escribí un mail, hace mucho menos que envié un audio por wsp, hace aún menos respondí un mensaje. Aunque nunca puse un mensaje en una botella, al menos no “literalmente”. Claro que escribí cientos de mails-carta, sobre todo en los últimos dos años, dados los eventos por todos conocidos. De hecho, una de las primeras cosas que hacía con frecuencia cuando comenzó esa cosa llamada “Internet” era enviar mails-cartas. Incluso es probable que así comencé a tomarme en serio esto de escribir. Me di cuenta que me gustaba muchísimo estar sentado delante del teclado escribiéndole a alguien, tratando de que mis palabras no pasaran desapercibidas para llegar, de alguna manera, a ese otro lado. De las cartas al mail, del mail a los audios de wapp, de ahí a la pandemia global y la mar en coche: debe haber como tres generaciones entre una cosa y la otra.
  1. Las cartas son el formato nodal de al menos dos novelas recientes. En ¿Dónde estás mundo bello?, la última novela de la joven y exitosísima irlandesa Sally Rooney, dos amigas se envían mails-carta largos, bien sesudos y profundos, hablando de cómo el mundo se va al garete, de que da vergüencita seguir viviendo en estas condiciones, siendo cómplices de una desigualdad social estratosférica. En esas cartas los personajes de Rooney escriben, también, sobre sus relaciones sexoafectivas: una de ellas es una escritora famosa que se fue a vivir a una casa perdida en un pueblo cualquiera y que conoce por Tinder a un repositor tan soso y apático que termina resultándole atractivo; la otra es una joven sexy que trabaja en el cada vez más devaluado mundo editorial y que parece estar viviendo siempre debajo de sus posibilidades. Como si fuera poco, tiene una hermana que no hace menos que refregarle su matrimonio y sus éxitos en cuanto mensaje puede. Ambas amigas pasan de estar aisladas y amargadas (pero comunicadas por mails-carta) a estar solas, algo agotadas pero también divertidas y acostándose con muchachos. Obvio que llega el momento en que las dos amigas y sus respectivas parejas se encuentran en la casa perdida en medio del pueblo, y todo parece venirse abajo por las escaleras. 
  1. En Segunda casa, la última novela de la narradora canadiense Rachel Cusk, se cuenta algo un poco distinto pero también similar. Hay una casa apartada del mundo, hay dos parejas, hay una invitación para que un pintor famoso vaya a pasar unos días en “la segunda casa” que tiene la narradora anexada a la suya, cerca del mar; hay un personaje que parece soso y termina siendo un sádico sensiblero, y sobre todo hay un par de momentos en que todo se va al garete. Y cartas. Porque en realidad toda la novela es una confesión en forma de extensa carta que la narradora le está contando o enviando a un tal “Jeffers”, lo que contribuye al artificio de la intimidad. En Rooney abundan los momentos epistolares y la prosa erótica, en Cusk abundan las profundas, imbricadas e intensas reflexiones de la narradora. En Cusk los protagonistas son cincuentones y hay una gran actriz de reparto en el personaje de la sexy veintiañera Brett; en Rooney todos oscilan los treinta y los padres brillan por su ausencia. Quizás motivadas por la pandemia (el contexto de escritura de ambas novelas) tanto Rooney como Cusk parecen haber necesitado no solo la razonable premisa de “casa apartada” sino también del formato “carta” para construir sus novelas cobijando la principal pregunta que se hacen las protagonistas: ¿Qué demonios hago acá, qué voy a hacer con esta cosa llamada vida de la que, un poco, estoy harta?
  1. La literatura argentina podría dividirse entre los carteros y los no carteros, o sea, aquellos estilos con mayor tendencia al uso de la narración epistolar (sea directa o indirecta) y aquellos estilos usualmente reacios a este formato. Cortázar, Puig, Negroni parecen hacer señas desde una de esas orillas; Borges, Saer, Arlt, Enriquez miran de reojo desde la otra. Hay canciones hermosas que son cartas (como la de Eminem), hay libros de poemas que tienen la forma de cartas (como uno de los poemarios de Anahí Mallol), hay momentos epistolares incómodos (las cartas entre Auster y J.M. Coetzee, donde el primero intenta siempre estar a la altura del segundo y queda expuesto), hay experimentos curiosos (posiblemente las cartas Hikikomori era de los proyectos más interesantes de la ya pasada de moda Alt Lit). La literatura parecería beber, continuamente, de ese formato que la precedió y que ahora encabeza la voraz carrera general por la extinción. De las tantas películas que usan el formato epistolar, una de las más impactantes seguirá siendo Sin sol, de Chris Marker. En ese ensayo audiovisual sin parangón, una mujer parece estar leyendo cartas que le escribe un personaje que viaja por el espacio-tiempo, y que le habla de culturas orientales, africanas y europeas mientras las imágenes hacen su paseo delante de la retina. Sin sol es un artefacto extraño absolutamente hipnótico, una carta leída desde un mundo mitad inexistente, un mensaje en una botella que nos explota en la cara. 
  1. “Cuando miro en Internet no veo muchas ideas por las que merezca la pena morir. La única idea que hay, parece, es que deberíamos contemplar la inmensa miseria humana que se despliega ante nosotros y esperar sentados a que los más desdichados, los más oprimidos, vengan y nos digan cómo pararlo”, escribe, con escepticismo y candor, una de las protagonistas de la novela de Rooney. 

“Por primera vez, Jeffers, consideré la posibilidad de que el arte pudiera ser una serpiente que nos susurra al oído, que nos exprime hasta la última gota de satisfacción y fe en las cosas de este mundo con la idea de que existe algo superior y mejor dentro de nosotros, algo que lo que tenemos delante jamás podrá igualar”, escribe en una de sus incómodas epifanías la protagonista de la novela de Cusk.

“Les escribo todo esto desde otro mundo, un mundo de apariencias. En cierto modo, los dos mundos se comunican. La memoria es para uno lo que la historia es para otro: una imposibilidad”, escribe el viajero del tiempo en la película de Chris Marker. Puestas así, estas obras parecen enviarse cartas y mensajes entre ellas, como si la frase de Marker recayera en el texto de Cusk y la de Cusk le hiciera señas a la obra de Rooney. Una de esas tres obras es un clásico, un gesto que parecía innecesario pero que resultó imprescindible; otra es una obra que busca retratar una generación y sus intentos por continuar, de alguna manera, el proyecto de felicidad en este mundo; la otra es el soliloquio calmo de un personaje que está resquebrajándose, y que por un lado trata de juntar los pedazos y por otro los va haciendo añicos.

  1. Querido lector: como hace mucho no escribía una carta, nada mejor que terminar esto escribiendo algo que sea como un fragmento de ella. Hace unos días, mientras leía estas obras, me pasaron un par de cosas que vienen al caso contarte. Lo primero fue que me encontré con mi hermana menor, que tiene veinte años. Charlamos, caminamos por la noche y el parque y la conversación se fue pareciendo, cada vez más, a una carta que ella me estuviera enviando, una carta con la misma idea contenida en otras cartas que había recibido. Esa idea decía así: tus referencias culturales y el mundo en que creciste se extinguen y no me pertenecen (como si la velocidad generacional también padeciera una constante e intensa inflación). Lo segundo es que me escribió un poeta español portugués, para invitarme a una obra de teatro suya que hablaba sobre el exilio (no el exilio generacional, sino el espacial) y quien, obvio, también escribía con formato de cartas. Tomamos un café, caminamos al sol, fui a ver su obra, y antes de que se fuera me preguntó si estaba escribiendo. Siempre estoy escribiendo, le dije, y se río y me dijo que tenía razón. Pero antes sentía que la escritura era una casa, un hotel, un pueblo lejano, algo así. Y ahora siento que estoy afuera de la casa, a la intemperie, le dije. 

Es lo que nos va a pasar, respondió. Y me dio un abrazo. Después, como suele pasar con esas cosas, cada uno se fue por su lado. Pero quedamos en escribirnos.