Por Noelia Pantano
¿Por qué se hace necesario en estos tiempos abordar la escucha como una forma de estar en la vida cotidiana ante lo externo y ante la propia presencia?
¿Es posible proponernos otros recorridos diarios, otras formas de estar con el cuerpo en donde lo sensible sea incorporado verdaderamente a nuestras formas de pensar, de razonar y de comprender? ¿Podremos crear ciertas pautas de escucha que nos permitan empatía real con todo lo demás? ¿Qué pasaría con la política, la economía, la salud, la cultura o el ambiente si viviéramos con mayor consideración de todos nuestros potentes sentidos de la percepción? ¿Cuáles serían nuestros pensamientos acerca del mundo? ¿Qué vínculos, actividades y roles tendríamos en una realidad en donde el decir excediera los límites de la luz?
Lo que se intenta aquí no es más que una reflexión acerca de lo extenso de la experiencia y de las otras formas de estar en ella, como por ejemplo, la que se escucha o, más precisamente, la que nos pone a la escucha.
Para ayudarnos, el filósofo francés Jean Luc Nancy –fallecido el año pasado-, desarrolla una amplia gama de ideas en torno al cuerpo y a las vivencias que podemos experimentar desde éste o en éste y hacia todo lo demás. Y es que, de algún modo, nos invita a sentirnos y a sentir la vida como bello sostén de realidad y de realidades maravillosamente posibles.

¿Es este mundo el que suena?
"Escuchar es aguzar el oído, una intensificación y una preocupación, una curiosidad o una inquietud.
¿Qué es un ser entregado a la escucha, formado para ella o en ella, que escucha con todo su ser?"
"Escuchar es estar tendido hacia un sentido posible y en consecuencia, no inmediatamente accesible".
¿Nos animamos realmente a ir sin saber dónde, como lo hace cualquier río que no para de ir hacia?
"Estar a la escucha es siempre estar a orillas del sentido o en un sentido de borde y extremidad, y como si el sonido no fuese justamente otra cosa que ese borde, esa franja o ese margen: al menos el sonido escuchado de manera musical, es decir, el sonido no sólo como fenómeno acústico, sino como sentido resonante".
Tocar lo que toca sin agarrar
«Escuchar es ingresar a la espacialidad que, al mismo tiempo, me penetra: pues ella se abre en mí tanto como en torno a mí y desde mí tanto como hacia mí; me abre en mí tanto como afuera, y en virtud de esa doble, cuádruple o séxtuple apertura, un ´sí mismo´ puede tener lugar».
En el vacío el sonido no puede propagarse, necesita piel, membranas que se agiten, tejidos y materiales entrando en contacto.
«Sonar es vibrar en sí mismo o por sí mismo: para el cuerpo sonoro, no es sólo emitir un sonido, sino extenderse, trasladarse y resolverse efectivamente en vibraciones que, a la vez, lo relacionan consigo y lo ponen fuera de sí».

En el reflejo también está mi cuerpo ¡música!
«Música no es exactamente un fenómeno, es decir, no participa de una lógica de la manifestación, sino de otra que sería menester denominar evocación (…): mientras que la manifestación saca a la luz la presencia, la evocación exige, convoca, invoca la presencia a sí misma».
La música como huella viva y reflejo del contacto: una forma orgánica de cooperación para el pulso natural de la vida en este planeta.
«Es un presente como ola en una marea y no como punto sobre una línea; es un tiempo que se abre, se ahonda, se ensancha o ramifica, que envuelve y separa, que pone o se pone en bucle, que se estira o se contrae, etc.»

¿Y qué es una casa?
«El niño al nacer –su ser o su subjetividad-, que nace con su primer grito es la expansión súbita de una cámara de eco, una nave donde resuenan a la vez lo que lo arranca y lo que lo llama, poniendo en vibración una columna de aire, de carne que suena en sus embocaduras: cuerpo y alma de alguien nuevo, singular. Uno que llega a sí al escucharse dirigir la palabra, así como al escucharse gritar (¿responder al otro, llamarlo?), o cantar siempre, en cada vez y en cada palabra gritada o cantada, exclamando como lo hizo al venir al mundo».
En cada garganta está la casa donde anidan y se gestan los gestos que hacen a la voz, al canto, al viento.

No estén calladas las flores
«El sujeto de la escucha no es un sujeto fenomenológico; vale decir que no es un sujeto filosófico y que, en definitiva, tal vez no sea sujeto alguno, salvo en cuanto es el lugar de la resonancia, de su tensión y su rebote infinitos, la amplitud del despliegue sonoro y la magrura de su repliegue simultáneo, a través de lo cual se modula una voz en la que vibra, al retirarse de ella, la singularidad de un grito, un llamado o un canto (una ”voz”: hay que entender con ello lo que suena en una garganta humana sin ser lenguaje, lo que sale de un gaznate animal o de un instrumento cualquiera, e incluso del viento entre las ramas: el murmullo para el que aguzamos el oído, o al que prestamos oídos)».

Luz y calor donde antes no había nada
«El ´silencio´, en efecto-, debe entenderse aquí no sólo como una privación, sino como una disposición de resonancia: un poco –y hasta exactamente- como cuando, en una condición de silencio perfecto, uno oye resonar su propio cuerpo, su aliento, su corazón y toda su caverna retumbante».
Hablar del silencio entonces sólo para nombrar el encuentro hacia uno mismo, ese pequeño viaje cotidiano de idas y vueltas que abre senderos interiores, un sentir profundo y posible deslizándose por entre nuestras propias rendijas y hacia las de los demás. Un diálogo intenso y constante entre lo que está y es presente.

Más allá, con lo que crece
«Decir no siempre es, o no es únicamente hablar, o bien hablar no es sólo significar sino también, siempre dictar, “dictare”, esto es, dar al decir su tono –su estilo (su tonalidad, su color, su apariencia)-, por ello o en ello, en esa operación o en ese tenor del decir, “recitarlo”, recitárselo o dejarlo recitarse. Tornarse sonoro, de-clamarse, ex-clamarse, citarse a sí mismo -ponerse en movimiento, llamarse, según el valor primero de la palabra, incitarse-, remitir a su propio eco y -al hacerlo, hacerse».
Porque para escucharnos no nos hace falta callar, incluso necesitamos decirnos y hablarnos con calidad de abrazo, como si al hacerlo pudiéramos poner en vibración, en masaje y en mensaje todo lo propio y lo ajeno, haciendo un adentro en lo externo, haciendo interno lo que está más allá.

Aquí, en donde comienzo me hallo
El timbre como resonancia misma de lo sonoro, en donde no hay separación ni división entre las cualidades del sonido, sino sólo su percepción como un hecho real y vivo, físico y orgánico, mágico y natural.
«Entonces, esa piel tensa sobre su propia caverna sonora, ese vientre que se escucha y se extravía en si mismo al escuchar el mundo y extraviarse en él en todos los sentidos, no son una “figura» para el timbre ritmado, sino su propia apariencia, mi cuerpo golpeado por su sentido de cuerpo, lo que antaño se amaba su alma».
Fotografías: Noela Pantano.
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