Por Carlos Balzi
La cordial y envenenada invitación a pensar el fenómeno (los fenómenos) que tuvo (tuvieron) lugar en Córdoba hacia fines del 2013 me llevó a recordar un pasaje de un diálogo de Platón, que, sin saber bien por qué, vuelve a mi memoria con frecuencia. Lo copio. Quien habla es Sócrates:
“Tú también, Calicles, haces ahora algo muy semejante. Elogias a hombres que obsequiaron magníficamente a los atenienses con todo lo que éstos deseaban, y así dicen que aquéllos hicieron grande a Atenas, pero no se dan cuenta de que, por su culpa, la ciudad está hinchada y emponzoñada. Pues, sin tener en cuenta la moderación y la justicia, la han colmado de puertos, arsenales, murallas, rentas de tributos y otras vaciedades de este tipo. Pero cuando, como se ha dicho, venga la crisis de la enfermedad culpará a los que entonces sean sus consejeros y elogiarán a Temístocles, a Cimón, a Pericles, que son los verdaderos culpables de todos sus males”.
¿Será posible aplicar lo que escribió un griego del siglo IV antes de Cristo para pensar lo que pasó en nuestra orgullosa ínsula a comienzos de este tardío siglo? Quizás sí, quizás no: probemos.
Entreveo dos incógnitas; veamos la primera, ¿en qué se parecen la decadente –para Platón- política ateniense de su tiempo con la autosatisfecha conducción política de la Córdoba del siglo XXI?
Puentes, edificios y autovías de montaña
Lo que el pasaje de Platón apunta a revelar es la incongruencia entre las razones que se aducen para el elogio de una política, la de los Pericles y compañía, admirada por sus obras visibles, concretas y, además, espectaculares (puertos, arsenales, murallas) y una supuesta corrupción moral del pueblo cuya conducción era su responsabilidad. En suma, Platón, molesto como siempre, cuestiona el criterio de la magnitud y la visibilidad de obras físicas, sólidas, pétreas, aceptado casi universalmente, como el adecuado para evaluar las bondades de una gestión política. La analogía, espero, se impone casi naturalmente.
En el casi cuarto de siglo que, bajo distintos nombres, lleva gobernando la provincia, dos líneas se han mantenido incólumes en el cordobesismo: cemento y patrulleros (y, desde el 2003, antikirchnerismo). Sería tedioso recordar la lista de obras que constituyen el orgullo del proyecto. Puentes, muchos puentes, edificios públicos –con el Panal como insignia– y, sobre todo en los últimos años, mucho concreto avanzando sobre el monte nativo bajo la forma de autopistas y autovías de montaña y de llano. El gran despliegue publicitario con que se acompañó cada una de esos “logros” de la gestión es algo más que un detalle accesorio, pues evidencia que se los considera como la prueba del éxito de un modelo político. Así, nuestros representantes, como los contemporáneos de Platón, identifican a la buena política con la que puede mostrar una herencia de sólida estructura: obras, en fin.

Un fantasma recorre la provincia
“Pues, si los hombres no saben cuál es su deber, ¿qué les puede forzar a obedecer las leyes? Un ejército, diréis. Pero, ¿qué forzará al ejército?”
Thomas Hobbes, Behemoth
El segundo pilar de la política cordobesista es, sin dudas, la seguridad. No importa en qué año pensemos, encontraremos en la memoria la imagen de una fila de flamantes patrulleros presentados como la herramienta definitiva en la lucha contra la criminalidad y remedio contra la inefable “sensación” de inseguridad que dominaba a las mayorías. La provisión espectacular de medios materiales para combatir la amenaza a la vida y la propiedad de vecinas y vecinos –término preferido por mucho respecto a los más políticos de “ciudadanas” y “ciudadanos”– auguran óptimos resultados.
Esto, sin embargo, no parece ser así. Pasados los años y los anuncios, el “fantasma” de la inseguridad sigue asediando los días y las noches de los y las votantes. Existen ya allí sobradas razones para cuestionar que un asunto evidentemente central de la gestión de gobierno, como el de la provisión de seguridad, sea una variable enteramente dependiente del espectáculo del suministro de las herramientas indispensables. Quizás, sospechamos, se omite la consideración de una realidad más compleja, que incluye un aspecto un tanto inasible y que, a falta de un término mejor en mi vocabulario, llamaré “el estado moral de la ciudadanía”.
Porque si bien parece claro que existen dificultades estructurales en las instituciones securitarias, que la corrupción entre los miembros de las fuerzas –¿quién forzará al ejército?– es también el resultado de la deficiente cadena de controles en la pirámide de responsabilidades y que la organización opaca detrás de las decisiones en esta materia atenta contra la efectividad de los recursos provistos, no conviene olvidar que el personal de los organismos de seguridad no nace en otro planeta, sino en la misma sociedad que pone en la cima de sus preocupaciones a la incesante inseguridad. Al no poder obviar este hecho, llegamos a la evaluación de “estado” de esa sociedad. ¿Qué decir de ella a la luz de su constante temor mutuo?
Una ciudad en fuga
“El miedo, la primera de las emociones desde el punto de vista genético, pervive y subyace e infecta a todas las demás, royendo los bordes del amor y la reciprocidad”.
Martha Nussbaum, La monarquía del miedo
El miedo es natural y hasta evolutivamente beneficioso para unas criaturas, como somos, no especialmente rápidas ni fuertes. Ya se sabe: no tenemos cuernos, garras ni alas. Así que siempre fue un plan oportuno huir de los peligros en cuanto los percibíamos. Ahora bien, el éxito de esta estrategia de supervivencia depende de la precisión en la identificación de lo que es y lo que no es un peligro real. De otra manera, si lo temiéramos todo indiscriminadamente, viviríamos en fuga, sin tiempo de construir ni de proyectar. Una especie en esa condición quizás pueda sobrevivir, pero poco más.
Hoy, tras miríadas de evolución, esta especie ha llegado a precaverse relativamente bien contra los peligros con los que el mundo la acecha: ya no debemos temer a los predadores ni está en riesgo, al menos para una buena parte privilegiada, la provisión de alimentos y de agua; incluso las enfermedades han ido siendo controladas paulatinamente, y sin embargo ese logro no aligeró la carga del miedo, sino que, en todo caso, lo concentró en otros objetos: ante todo, en nuestros congéneres.
Si esto es válido en general, más en concreto sirve para entender el comportamiento de hombres y mujeres que viven en ciudades que, como la nuestra, han sido adiestradas por décadas para considerar que la seguridad es el objetivo primordial de la política y que, por lo tanto, los motivos para temer son reales y urgentes: ese proceso intentó, con éxito, convencernos de que detrás de cada cara –sobre todo de determinado color y enmarcada con un atuendo específico– se esconden intenciones maliciosas respecto a nuestra integridad y a –¡el horror!– nuestra propiedad. A ciudadanos y ciudadanas así subjetivados en el miedo fue sencillo venderles un proyecto cuya columna vertebral está llena de patrulleros y de uniformes.
Ahora bien, ¿qué puede esperarse cuando ese ofrecimiento es retirado de la manera más inesperada y se esconden las sirenas y las armas?

Pánico y locura
“Sea el miedo cierta pena o turbación resultante de la representación de un mal inminente, bien dañoso, bien penoso; pues no todos los males se temen, por ejemplo, ser uno injusto o tardo, sino lo que significa penas grandes o daños, y esto si no parece lejano, sino inminente. Porque lo que está muy lejos no se teme, pues todos saben que morirán, pero como no está cerca no se preocupan”
Aristóteles, Retórica, 1382 a20-25
Ese era el escenario que, sin ser del todo conscientes, habíamos dejado que se construyera durante años cuando, en la noche de 3 de diciembre de 2013, una noche de calor y vísperas como cualquier otra de finales de la primavera, se escucharon los primeros disparos y empezaron a llegar los mensajes de amigos y amigas: “guerra de todos contra todos”, me escribió uno de ellos. El fundamento de la política cordobesa contemporánea se venía abajo y el miedo, tanto tiempo fomentado y explotado como recurso, se liberaba finalmente de la promesa de seguridad.
En esa situación, evidenciada la fragilidad de la malla de contención de la amenaza insidiosamente convocada para justificar la “inversión” en instrumentos de represión, hubimos quienes, con una ingenuidad hoy enternecedora, esperamos que finalmente quedara patente la fatuidad de una política cimentada sobre el espectáculo de cemento y la conjura de un fantasma, y que ciudadanos y ciudadanos advirtieran la manipulación de que la habían sido objeto por tanto tiempo. Pero el trabajo de creador de subjetividad cordobesista había sido, lo supimos muy pronto, demasiado profundo. En lugar de rechazar el miedo interesado, se radicalizó, manifestándose en dos formas principales.
Una, la más extendida, reforzar la tendencia ya palpable desde mucho tiempo antes al encierro, interponiendo entre la amenaza y nosotrxs puertas y paredes; la otra, menos frecuente pero más características, asumir las funciones securitarias que las “fuerzas del orden” en huelga habían dejado vacantes, constituyendo cuadrillas de autodefensa encargadas de vigilar y castigar a quienes se identificara como amenazas a la propiedad legítima de los buenos vecinos. En sí, tal actitud no parece reprensible, si bien pone en evidencia la insidiosa hegemonía del miedo que estaba latente en la situación “normal”: el temor a perder injustamente lo legítimamente propio impulsó a convertirse en justicieros a personas que seguramente tuvieran motivaciones diferentes para hacerlo. En todo caso, como dice un entrevistado en el documental de Natalia Ferreyra, “La hora del lobo”: “Tardás muy poco en convertirte en la peor versión de vos mismo” . Pero esa liberación de la violencia contenida no fue todavía lo peor.
Porque, claro, las requisas y las golpizas no fueron tan indiscriminadas, sino que tuvieron un sesgo claro: sólo se detenía a personas en motos de baja cilindrada y que usaran gorra. Y, a esos sí, con una dosis alevosa de discriminación. La breve guerra que se desató esa madrugada de diciembre de 2013 no fue como pensó Hobbes, que sucedería en ausencia de la espada de la ley, de “cada uno contra todos los demás”, sino algo más parecido a una guerra de clases atravesada por una apenas velada cruzada racista contra “los negros”.
El miedo, que es iluminador cuando alerta sobre peligros reales para la vida, puede también enceguecer cuando se siente inminente un mal que, sin dejar de ser real, es alimentado hasta la locura por la imaginación. Entonces se transforma en una ira que no discrimina: motito que veo, negro que apaleo.
¿Platón en la docta?
Al comienzo me referí a la “envenenada” invitación a escribir unas pocas palabras sobre la traumática madrugada del 4 de diciembre de 2013. Me cubría así de las inevitables deficiencias que no podían dejar de afectar a un intento, no sólo por mis propias limitaciones, sino, y sobre todo, por la desmesura de pretender indagar en este brevísimo espacio un fenómeno de una complejidad tan extrema como éste. Excusas, en fin. Ahora, llegados al final, corresponde volver al inicio y preguntarse si tenía sentido rememorar a Platón cuando se pensaba en Córdoba.
El fin de un gobierno, según el pasaje del Gorgias en cuestión era, recordemos, la mejora de la condición moral de su ciudadanía. Pericles, Cimón, Temístocles y los demás se habían abocado, antes bien, a la provisión de puertos y murallas, y por esa razón eran celebrados como los más grandes estadistas, y, sin embargo, sus propios obsequiados no les fueron particularmente agradecidos, llegando al punto de amenazarlos con violencia. También la Córdoba cordobesista hizo del cemento su insignia y llenó la provincia de autopistas y la capital de puentes y edificios, mientras portaba también como estandarte una promesa de seguridad que, para ser redituable, dependía de la construcción de una ciudadanía temerosa de cuanto la amenazara y pronta a la ira en cuanto esos peligros se percibieran como inminentes. Desde una perspectiva platónica, los dos gobiernos habrían equivocado el rumbo, tomando por esencial lo accesorio. Hasta ahí el símil. Pero al comienzo hablamos de dos incógnitas; la segunda, la que apunta a las diferencias entre los dos casos, es menos patente.
Pues los líderes de la Atenas del siglo IV A.C. sufrieron en carne propia las consecuencias de ese error, con el pueblo volviéndose en su contra y demostrando cierta sabiduría práctica en el reconocimiento de las responsabilidades; nuestro pueblo, en cambio, escogió el camino de la lucha fratricida y no sólo no percibió las responsabilidades políticas por la tragedia, sino que continuó –y continúa– premiándolos con su voto.
Por eso, al menos, vale la pena seguir pensando nuestro diciembre.
¹“Mi amigo sale poco de su casa, tiene razón, allá afuera todo el mundo está armado”, cantaba pocos años antes Andrés Calamaro en “5 minutos más (Minibar)”, canción incluida en La lengua popular, de 2007.
² Este extraordinario documental (Córdoba, 2014), se centra en algunos de estos episodios, ocurridos en Nueva Córdoba.
³ Hobbes, T., Leviatán, Buenos Aires, Colihue, 2019, p. 120: “Así, todo lo que conlleva un tiempo de guerra, cuando hombres es enemigo de los demás, se da también en aquel tiempo durante el cual los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia inventiva les puedan proveer”.
4 E incluso contra los habitantes originarios. En esa ocasión tuve que cortar una relación de amistad cuando mi “amigo” escribió en una red social: “Estos indios son nuestros enemigos”.
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